24 de febrero

Llueve, y el césped del patio está cubierto de hojas amarillas que asemejan pequeñas flores recostadas en un lecho verdoso y húmedo. Los que amamos las letras de García Márquez sabemos que así es como se presenta la muerte. 

Hoy me recuerda mi hermana que nuestra madre habría cumplido 78 años si 28 años atrás no se la hubiera llevado un cáncer cabrón. Hoy, que a un loco maldito se le ha ocurrido apretar el botón de la muerte ajena por engrandecer el ego de sus bolsillos, hoy, que hablaba con un amigo y me explicaba que no ve razón para seguir después de que su esposa, tras treinta y cinco años juntos, también hubiera muerto. Hoy, que nuestro patio ha amanecido cubierto de hojas amarillas, es 24 de febrero.

Toda medida requiere de otra para comparar su magnitud, y si ponemos nuestro tiempo en la balanza infinita apenas no somos ni un pedacito de la te del tic-tac del reloj cósmico, pero si transmutamos veintiocho años a una vida humana es, como poco, un tercio. Mi madre murió con cincuenta años, apenas un par menos de los que tengo yo y casi los que va a cumplir mi querida hermana, y son tantas las cosas que nos quedan por hacer a esta edad que no imagino cómo ha de ser el dejar nuestro tintero con la pluma cargada y el bote a la mitad para escribir todas las historias que aún nos faltan por vivir. Veintiocho años en los que no ha conocido a sus nietos, ni a sus nueras, ni a sus yernos, que no pudo seguir luciendo el palmito ni adornar su permanente teñida con aquella pamela de verano de cuando salía a la playa, armada con un pareo y una toalla, o a vernos jugar a fútbol contra equipos de niños de otros campings.

Todos hemos rehecho nuestras vidas, todos menos ella, claro, que quizá nos observe desde algún punto cuántico y sonría al ver cómo nos van las cosas. Es probable que desde allí nos eche una mano, por qué si no, ¿cómo es posible que tengamos tanta suerte en la vida? No lo sé, es imposible saber estas cosas pero alienta, como a los creyente su fe, pensar que el pozo negro de la muerte no es el único sentido de la vida y que quizá el más allá esté formado de gradas gigantes, como en un campo de fútbol monstruoso, desde el que las personas muertas vean cómo les va a aquellos a los que dejaron su legado. Una especie de mundo de Coco pero sin tantas escaleras ni luces de neón.

Recuerdo, de muy niño, quizá en las primeras memorias que retengo de mi infancia, que un día andaba con mi madre por el paseo marítimo (después supe que de Vilanova y la Geltrú), y pasó un tipo en un coche, paró a su lado y le dijo una barbaridad. Yo, que no tendría todavía los tres años, me asusté mucho porque un hombre, que no era mi padre, le dijera aquellas cosas a mi madre. Ella le restó importancia, acostumbrada como estaba a vivir en un mundo machista del que sólo escapó casándose con dieciocho años recién cumplidos, y seguimos para casa. Aún hoy, cuando veo a alguien que detiene su vehículo para comportarse con una mujer como una bestia en una plaza de toros (bestias todos menos el animal, por supuesto) me avergüenzo, me asusto y me enciendo como aquel día.

Me cuesta recordar a mi madre. He de parar a pensar y rememorar fotografías que hoy descansan en la nube recuperadas al tiempo por un escáner. La veo casi siempre sonreír y me pregunto si fue feliz. Si toda su niñez, envuelta en aquella miseria de una Andalucía postguerra, no la hirió en la esperanza de la felicidad. Quiero pensar que no, que por ratos fue feliz, y que el tiempo que pasó con mi padre, así como el hecho de tenernos a mi hermana y a mí, más allá de penalizar una economía nunca boyante, la hicieron sentir esa felicidad que da la sensación de estar haciéndolo bien. 

Ella, que nunca estiraba el más el brazo que la manga, que fue criada en la ortodoxia del sacrificio, que era capaz de caminar toda Terrassa para ahorrar un duro en un kilo de lo que fuera que estuviera más barato al otro lado de la ciudad, no sé si tuvo tiempo de vivir su vida.

Me asusta pensar que no. Me asusta pensar en las vidas que no se viven.

Descansa, mama querida, dónde sea que estés mirándonos desde la eternidad y gracias, gracias por darnos la vida y por enseñarnos a vivirla.

Te quiero.

Comentaris

Blanca Miosi ha dit…
Mi querido Jordi, que preciosa semblanza de tu madre. Huelga decirlo, pero con seguidad està feliz por tus logros y por la suerte que tienes en la vida. Yp creo que sì fue feliz, que viviò su vida, vivir la propia vida es ver crecer a tus hijos, tener un marido a tu lado, sentir el amor de tu familia, a una madre no le hace falta mucho màs para ser feliz y vivir su propia vida, porque su vida es la de sus hijos, y mientras ellos estèn bien, todo lo demàs no importa. Ni la vida, ni los bienes, ni la gloria de la fama.
Un abrazo, Jordi.

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