La historia de Villa Arriba y Villa Abajo

Villa Arriba y Villa Abajo son dos bonitas poblaciones del interior del país separadas por un río y unidas por el día de su Fiesta Mayor, el mismo para ambas.

Cada año, en los primeros días de junio, los habitantes de ambos municipios se esmeran en cocinar una gran paella a la que acuden gentes de todas partes para participar en la casi ancestral rivalidad por ver cuál de las dos poblaciones ha conseguido un mejor arroz. 

Para ambos, la fiesta supone la mitad del presupuesto municipal y de la venta de platos de arroz depende enfrentar los meses más duros con las arcas llenas o vacías.

Un año, el alcalde de Villa Abajo vio en un vídeo en YouTube a un señor sentado en una hermosa silla de oficina hablando sobre control, branding, marketing, optimización de costos y otras palabrejas que el alcalde pensó que si pudiera aplicar a su jornada de paella, los beneficios para el pueblo serían mayores y su reelección casi perpetua. Buscó los datos del señor del vídeo, que se autodenominaba a sí mismo Coach, y lo llamó.

Apenas pisó el ayuntamiento de Villa Abajo, el señor Coach le hizo ver al alcalde lo mal que lo estaban haciendo, de hecho no se explicaba el cómo podían haber hecho una paella para más de trescientas personas de aquella manera. Sin esperar un segundo, sacó un caro y moderno teléfono y llamó a su equipo. Al cabo de poco se presentaron en el ayuntamiento un selecto grupo de grandes profesionales del control y el coaching. El alcalde estaba feliz. Él tampoco comprendía cómo podían haberlo hecho tan mal durante todos aquellos años, de hecho cuando lo pensaba le invadía un profundo sentimiento de culpa por su ignorancia.

El primero en instalarse en un despacho del ayuntamiento fue un especialista en Marketing, Branding y posicionamiento On-Line. El alcalde le enseñó con orgullo los perfiles municipales en las redes sociales y la página web del ayuntamiento que manejaba un grupo de vecinos aficionados a la informática. Gracias a aquella página cada año vendían cientos de tiquets para el arroz, les explicó. El técnico, ofendido al ver aquel despropósito amateur, miró al alcalde con ternura, agarró su teléfono y contactó a un equipo ubicado en Holanda que arreglaría aquel “mess”.

Otro de los técnicos comenzó a llamar a los vecinos colaboradores en la elaboración de la paella para redactar un informe de capacidades. El primero en acudir fue el cocinero mayor, a cargo del arroz por más de quince años, y cuya fama había atraído al pueblo a miles de personas de todos los lugares del país.

El Coach, tras escuchar la exposición del cocinero, chasqueó la lengua y mandó a uno de sus técnicos a repasar la cantidad de cada ingrediente que se colocaba en la paella. Hay tal desastre que no podré con todo, reconoció el Coach al alcalde, tras lo que mandó contratar a un mananer general para dirigir todo aquello. Es imposible coordinar a toda esta gente tan poco profesional, repetía el Coach abarcando con los brazos las líneas imaginarias de los lindes del pueblo. Nadie revisa los costos, ni las cantidades, ni se da seguimiento a las reservas, no hay control de proveedores, ni siquiera una auditoría para controlar a los vecinos. El alcalde intentó explicarle que los costos se llevaban a rajatabla por la secretaria del ayuntamiento, que hacía de cajera en sus horas libres, y por el tesorero, que apuntaba hasta el último céntimo gastado de las arcas municipales. Las cantidades eran las de siempre, hacer una paella tampoco era un misterio bíblico, y los proveedores eran los mismos por años que sabían perfectamente qué traer en cada fiesta mayor. De hecho la mayoría eran amigos o incluso los propios vecinos quienes contactaban a los proveedores para garantizar los suministros.

El Coach suspiró, dejó ir una frase positiva, y al cabo de unos días llegó el manager. Un tipo repeinado hacia atrás, con una dicción fingida y un cigarrillo colgando permanentemente de los labios. El despacho que les habían prestado en el ayuntamiento se hizo pequeño y habilitaron una sala de la biblioteca para trasladar a todo el equipo, al que también se habían unido un director financiero y un auditor. El alcalde estaba feliz. Por fin había conseguido profesionalizar su paella. ¡Se iban a enterar los de Villa Arriba cuando vieran su paella!

Una mañana se presentó un equipo de fotógrafos y camarógrafos para filmar el pueblo ya que las imágenes y los vídeos de otros años no tenían la calidad necesaria para el Branding (el alcalde esperaba haberlo dicho bien) que querían hacer los holandeses. Filmaron cada rincón de Villa Abajo, la fuente, el río, la plaza, y al cabo de unos días volvieron con un autobús lleno de chicos y chicas jóvenes y guapos para reemplazar a los vecinos en las filmaciones. El alcalde no cabía en sí mismo. 

El director de marketing, que ahora contaba con dos asistentes además de todos los holandeses con los que hablaba día sí y día también, le comunicó al alcalde que no estaba seguro de tener la web ni todo el material promocional a tiempo porque las condiciones en que se habían encontrado todo eran tan malas que habían tenido que empezar de cero. El alcalde intentó tranquilizar al directivo y le dijo que mientras solucionaban el desastre podrían mantener su vieja página y los perfiles de toda la vida. Imposible, le dijeron, ya los hemos borrado todos.

La fecha se acercaba y el alcalde podía ver desde su despacho, gracias a un súper programa, no sólo cuántos kilos de arroz se utilizarían para el acontecimiento, sino incluso cuántos granos de arroz iban de media por kilo, cuántas costillas, cuántas alcachofas, el caldo, hasta las almejas por centímetro cuadrado de paella que tocaban por plato. Estaba impresionado. 

Como cada año, la imprenta del pueblo se presentó unas semanas antes del acontecimiento con el diseño de las papeletas para los tiquets de venta. ¡Tiquets!, gritó el manager General entre estertores mezclados con esputos, humo y carcajadas. ¡Aquí ya no hay más tiquets!, voceó. Hemos instalado en cada acceso al pueblo un sistema de pantallas inteligentes que recogerán todos los datos de los visitantes. De este modo los tendremos controlados y cada año los podremos invitar para que vuelvan además de saber sus impresiones. Esas mismas pantallas cobrarán mediante tarjeta de crédito y el programa enviará un código al teléfono móvil de cada visitante para que pueda recoger su plato de paella a la hora indicada.

El alcalde alucinaba, aquel manager fumador había evitado las colas de cada año para comprar los tiquets y, como guinda, ni siquiera tendrían que recogerlos al final del día para saber cuántos platos habían vendido. Él mismo, desde su despacho, podría ver minuto a minuto los platos que se vendían. ¿Cómo no había hecho eso antes?, se preguntaba con cierta culpa. 

No era menos cierto que ese despliegue de gente no había caído muy bien en el pueblo, pero ya lo entenderían cuando los rendimientos de la Fiesta Mayor les dieran para arreglar las calles o para acercar la parada del autobús al centro del pueblo. El mundo entero conocería Villa Abajo gracias al trabajo que aquella gente estaba haciendo. “Ventajas competitivas”, le habían dicho.

Por fin llegó el día y, tal como le había prometido el manager general, en la entrada del pueblo habían instalado una multitud de pantallas que generarían los códigos de acceso para comer paella. Aquel primer año, y con la finalidad de ayudar a los visitantes inexpertos, se contrató a un equipo de azafatas encargadas de asesorar a los visitantes en una primera impresión de excelsa profesionalidad.

El alcalde se sentó en su despacho y conectó el programa. Abrió la pantalla que le daba acceso a los números y comenzó a hacer mil combinaciones de columnas, barras y datos tal y como le habían enseñado el equipo financiero contratado por el manager. ¡Qué fortuna haber encontrado a aquel Coach! Cierto era que le había costado al presupuesto del ayuntamiento un dineral, pero también sabía que con toda esa profesionalización lo iban a recuperar con creces.

A cada minuto actualizaba los datos y veía los tiquets vendidos, la procedencia de los visitantes, si venían con niños o solos y cuántos platos comía cada uno. Se entretuvo en ver de dónde venía la gente y comprobó que la mayoría eran los de toda la vida, de los pueblos vecinos, la comarca y aledaños. Ahora los podremos invitar para el año que viene, se dijo, y se repanchingó en el sillón con los brazos cruzados tras su cabeza. 

La jornada pasó sin más incidentes que la pantalla arrojando números y números y más números, y datos y datos y más datos que el alcalde estudiaba entusiasmado desde la butaca de su despacho.

Por la noche sacó los datos finales y los comparó con los del año anterior. Comprobó, sin alarmarse, que el número de visitantes había bajado un veinticinco por ciento en comparación, y lo achacó a la grave crisis económica que atravesada el país. La gente no estaba para paellas este año, pensó. Menos mal que hemos hecho todo esto porque de habernos quedado como antes hubiera sido mucho peor, se dijo, y se marchó para casa.

El tesorero del ayuntamiento lo visitó esa misma noche con una lista de quejas que ocupaba dos páginas manuscritas por delante y por detrás. Le explicó que durante el día, la mitad de los vecinos había dejado de servir paella a los visitantes agobiados por la presión del equipo del manager. Estaban hasta los cojones, le dijo con palabras que escandalizaron al alcalde, acostumbrado ya a la jerga profesional. Paco, el cocinero, se había ido tras la última palada de arroz y nadie supo cómo acabar de cocinar lo que faltaba. Los visitantes, cuando llegaron al pueblo y vieron las pantallas, la mitad se fue, y los que se quedaron se negaron a poner sus datos reales. Muchos se dedicaron a ligar con las azafatas, y una gran mayoría sacó un código, se lo repartieron entre la familia y comieron cuatro o cinco platos enseñando la pantalla del móvil cada vez en un puesto de recogida diferente. 

¿Nada más?, preguntó el alcalde. Mucho más, le respondió el tesorero mientras sacaba de su bolsillo otro papel escrito a mano. El alcalde lo interrumpió, no más quejas, le dijo, pues ya había sido advertido por el Coach y el manager de las reticencias que todos esos cambios generaban entre los colaboradores. No es una queja, le dijo el tesorero, es el resumen de lo que hemos vendido y lo que nos ha costado.

El alcalde se rio. Su pobre tesorero había apuntado en una hoja lo que él había podido seguir on-line al instante. Ya sé qué se ha vendido, le dijo con una risa burlona que imitaba a la del Coach. El tesorero lo miró y le preguntó si sabía, además de lo vendido, cuánto había costado. Claro, le dijo el alcalde, segundo a segundo y céntimo a céntimo, se ufanó. El tesorero, con la mirada caída, desplegó la hoja frente al alcalde por la parte de la cifra final. Un número rojo como jamás se había visto en el pueblo. ¡Imposible!, rio el alcalde.

Él había visto las cifras y con todo lo que habían ahorrado en la captación de proveedores nacionales, la compra en escala y el remanente que quedaba en el almacén para el año siguiente, los números, sin ser los de años anteriores, distaban mucho de los que le mostraba el tesorero.

¿Alcalde, has sumado todo lo que ha costado esa gente, sus pantallas, sus azafatas, las publicidades, sus inventos, y lo que te va a costar encontrar camareros y cocineros para el año que viene?

El alcalde se indignó. Su propio tesorero le estaba boicoteando. ¿Cómo iba a achacar los costos de la transformación a un solo año? Esto debe prorratearse, le dijo repitiendo las palabras del director financiero, y si Paco no quiere hacer la paella, pues contrataremos a un cocinero profesional.

Al año siguiente la nueva web recibió cientos de miles de visitas, se posicionó entre los influencers de la cocina e incluso recibió algún premio internacional por su moderno diseño, pero no vendió más que la vieja página web coordinada por los vecinos.

La caída volvió a ser de un veinticinco por ciento sobre el año anterior. La crisis los estaba matando. El alcalde reunió a los vecinos y les explicó que, gracias a todos aquellos cambios, habían sido capaces de contrarrestar la caída de ventas. Sin embargo, de manera pausada pero continua, algunos vecinos empezaron a mudarse a Villa Arriba. El Coach le explicó que eso era normal, que las crisis eran oportunidades para destapar a los cobardes y que aquellos que no creían en los proyectos eran los primeros en bajarse del barco. El problema, le dijo, es que con un solo día de venta de arroz no es suficiente, deberíamos ampliar la paella a todos los domingos del año, así los costos se amortizarían y las rentabilidades serían mayores. 

El alcalde estaba entusiasmado. 

Empezaron a vender paella todos los domingos. Al principio fue un éxito, pero poco a poco los visitantes fueron espaciándose porque no había suficiente gente para llenar el pueblo cada fin de semana. Además, los vecinos no estaban para trabajar todos los domingos después de haberlo hecho durante la semana. El manager contrató entonces a un equipo de cocineros, a un grupo de especialistas en call-center y a una empresa de transporte.  Vaciaron la biblioteca de libros e instalaron al equipo de expertos. Desde allí, cerca de un centenar de personas gestionaba pedidos, compras, cobros, llamadas y enviaban arroces en motocicletas en todas direcciones.

El pueblo hervía de actividad, pero los vecinos estaban hartos de ella al no ver ninguna ventaja que afectara positivamente en sus vidas.

Una mañana, el alcalde de Villa Arriba bajó a verlo. Venía a invitarlo a su fiesta mayor. El alcalde de Villa Abajo aceptó riendo por dentro al recordar el desastre en el que vivían ellos apenas unos años atrás.

Como suponía, el pueblo vecino era un desastre. La gente comía en platos de plástico en grandes mesas, sin orden ni númeración alguna, riendo y bailando sin que nadie se cerciorara de que las cantidades servidas fueran las correctas. La paella la coordinaba un vecino del pueblo ordenando a gritos lo que había que echar en cada momento sin que un auditor contara las cantidades. Qué estúpidos, rio para sí mismo el alcalde. Se sorprendió sin embargo, mientras caminaba entre los visitantes, al ver a viejos vecinos de su pueblo ayudando a servir platos, comiendo y bebiendo con los visitantes. También los vio bailar con ellos y hacerse fotos con sus móviles sin que ningún auditor financiero controlara la cantidad que comía cada visitante. 

Pasó todo el día en Villa Arriba y cuando acabó todo se fue a ver al alcalde para agradecerle la invitación. Le hizo gracia encontrarlo con el tesorero repasando los datos del día apuntados en un cuaderno ajado por el uso. 

Cuando el tesorero acabó su repaso y dio la cifra final, el alcalde salió de su ensoñamiento de superioridad. ¡No podía ser! Aquellos aficionados habían conseguido en día lo mismo que ellos ganaban en ocho meses de vender paellas por Internet y colapsar el pueblo cada domingo. El alcalde no daba crédito. ¿Cómo lo habéis hecho?, preguntó el alcalde con un hilo de voz.

Lo de toda la vida, le dijo el alcalde vecino. Hemos de reconocer que viendo las cosas que hacíais vosotros os hemos copiado y nos hemos modernizado un poco, pero nada más.

El alcalde se echó las manos a la cabeza. 

Él había cambiado a los vecinos por profesionales que consumían los recursos que ellos mismos generaban alimentando un círculo vicioso que había acabado con sus vecinos, los de siempre, colaborando con el pueblo rival. Los mismos vecinos que él había menospreciado hasta el punto de hacerlos emigrar, ahora trabajaban felices haciendo lo que más les gustaba, servir a los visitantes y mostrar la mejor imagen de su pueblo.

El alcalde rival de Villa Arriba lo vio tan abatido que se acercó y le propuso una idea, hacer una única paella entre los dos pueblos, una paella gigante que cada año rotaría para que ambas poblaciones se beneficiaran por igual. El alcalde lo miró agradecido. Pero primero debes deshacerte de todos esos, le dijo su colega con voz grave.

El alcalde de Villa Abajo reconoció que tenía razón, pero se hundió al comprender que el costo que tendría que pagar por deshacerse de todos aquellos charlatanes era una montaña inasumible para las arcas municipales. El alcalde de Villa Arriba se levantó de su butaca y paseó por su despacho con las manos entrecruzadas en la espalda, como hacía siempre que tenía un problema, hasta que por fin encontró la solución.

Llamó a la empresa de su cuñado y sonrió satisfecho. 

La empresa de mi cuñado fabrica jabones para lavar platos y les he propuesto que hagan un anuncio en nuestros pueblos. A fin de cuentas, la fama de nuestras paellas se ha extendido por el mundo entero, le dijo con un guiño, y un anuncio de jabón también los hará famosos a ellos. 

Y así fue como la empresa del cuñado del alcalde de Villa Arriba, el señor Faimino Rincón, o Fairi como lo conocía todo el mundo, hizo uno de los anuncios de lavaplatos más famosos del mundo entero y el alcalde de Villa Abajo comprendió que para hacer paella lo único necesario eran los ingredientes habituales y alguien que la supiera cocinar.

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