El cumpleaños de Quim

El día que cumplió cincuenta años, se levantó con unas terribles ganas de cagar. El intestino se le había removido en la madrugada como una anguila perseguida por un tiburón y lo hizo saltar de la cama. Dormía desnudo y el baño, a un par de metros de la cama, siempre mantenía la puerta y tapa del váter abiertas, por lo que en dos zancadas ya había metido el culo en el hueco de la taza. El primer retortijón le arrancó una mierda dura, larga y pesada que sintió correr por el último palmo del intestino antes de cruzar el recto y caer a plomo sobre el agua estancada del retrete. Sintió un placer rayano en lo ancestral al notar como los músculos anales cerraban su agujero y la mierda dejaba de pesar en su cuerpo. Una sonrisa de satisfacción le cruzó el rostro mientras estiraba la mano derecha para sacar un par de palmos del rollo de papel higiénico que colgaba junto a él. Hizo un par de pliegues y con la misma mano derecha buscó a tientas el hoyo que debía limpiar. Actuó como siempre, con esmero cuidado de no dejar ningún pliegue de aquella carne, la más sufrida de todo el cuerpo, sucia. Tiró el papel y volvió a sacar una tira nueva. La dobló de igual forma y siguió limpiando allí donde recordaba que había finalizado la vez anterior. Cuando estuvo seguro, tiró el papel sucio y sacó otra tira para limpiar el interior del ano, pero apenas lo había rozado con los dedos (protegidos por la capa de celulosa) cuando una nueva contracción le advirtió de lo que venía.

Tiró el papel con rapidez y apartó la mano antes de que su ano se abriera y echara otra ristra más de excrementos procesados de la digestión, aunque esta vez, y a diferencia de la primera expulsión, sintió que la dureza había disminuido y chasqueó la lengua molesto porque sabía que ese tipo de mierda le dejaba el culo mucho más sucio. Ahora tendría que perder un par de minutos largos sacando papel y restregando la carne arrugada hasta dejarla impoluta.

Hizo los primeros pliegues de papel cuando la anguila volvió a moverse. Abrió los ojos con sorpresa pues no recordaba haber cenado tanto como para evacuar tres veces en una sentada, pero su culo se abrió como la puerta de una bóveda de seguridad y escuchó caer cuatro bolas densas de unos cinco centímetros de longitud por tres de grosor, a contar por la sensibilidad de su aparato excretor.

Cuando se aseguró de que la última bola había abandonado el intestino se complació inconscientemente, pues con el estómago bien vacío podría comerse un par de trozos de pastel de cumpleaños sin problemas. Eso lo alegró y retomó la labor de plisar el papel en porciones iguales a la palma de su mano para poder restregar el culo con ellas sin riesgo a mancharse. Era meticuloso en eso. Tras la primera (y peor) pasada, tomaba el papel sucio, lo doblaba de manera que la mierda quedara en la parte interior y se restregaba con la cara limpia con cuidado de no mancharse. Esa operación la repetía tres veces antes de tomar una nueva ristra de papel del rollo. Aún estaba mirando el papel tachado de marrón oscuro denso cuando sintió una nueva oleada que le salía de las entrañas. Tiró el papel al váter y se concentró en la llegada. Colocó ambas manos sobre los muslos y tensó la musculatura abdominal hasta abrir el esfínter. Recordaba haber leído años atrás que la defecación se contenía de la misma forma que se aguantaba el agua en una manguera doblada, al parecer había algún músculo que mantenía el depósito de la mierda cerrado y que cuando se abría era incontenible. Sintió como esa manguera cerrada se abría y casi pudo escuchar el recorrido en espiral de las heces. Esta vez fue mucho más rápido, como si las tres primeras cagadas hubieran limpiado las cañerías y las deposiciones bajaran limpias como los niños por el tobogán de un parque acuático.

A medida que sentía las tiras blandengues recorrer el músculo anal y caer a la letrina, se le ocurrió  que podría dedicar aquel trabajo, que si tenía un poco de paciencia iría encontrando motivos a los que dedicar aquel exceso de evacuación y pensó que quizá ese era el regalo que su cuerpo le estaba haciendo por el día de su cumpleaños, ir cagándose en todo lo que le había tocado las pelotas durante su vida.

Comenzó por lo más trivial y directo y dedicó aquel último chorro de heces a un imbécil del trabajo. Se le torció el gesto al pensar en él, un tipo prepotente y ambicioso que habían contratado un tiempo atrás como director de departamento, un panzudo fumeta cuya fórmula para todo era poner “negritos” que cobraran la mitad, valiente desgraciado, para ti va esta cagada, se dijo dando un último apretón. 

La experiencia le pareció magnífica, sintió un doble alivio inmediato, el que se había producido en sus intestinos y otro de igual magnitud en su cabeza. Pensó enseguida en otro motivo para aprovechar la mañana y le vinieron a la mente sus errores de juventud, cuando creía que todo lo sabía y que la única verdad existente era la que manaba de su entendimiento. Recordó las veces que había violentado a su entorno por culpa de su propia intransigencia y cuando apenas había acabado de arrepentirse, un flujo intestinal en forma de un cagarro de más de un palmo le atravesó el recto, el esfínter interior, el esfínter exterior, se asomó al ano y cayó como una bomba sobre el agua del retrete que ya acumulaba varios kilos de porquería.

La satisfacción fue de nuevo inmediata, tanto que incluso se molestó por no haberlo pensado antes. Cincuenta años cagando sin propósito, que desperdicio de mierda, pensó.

Se concentró otra vez y a la mente le vino un antiguo constructor que les había estafado cerca de cien mil euros, pero ni siquiera había conseguido recordar su nombre cuando dos explosiones cercanas a un estornudo anal pintaron de marrón todo el interior de la taza del váter.

Quim, que así se llamaba el hombre, cambió su sonrisa por una carcajada y siguió. Se acordó de los abusadores de la escuela, de los conductores imprudentes, de los matones, de los amigos que lo habían jodido en la vida (apenas una bolita cabrense), de la deslealtad y falsedad de algunos conocidos, de los charlatanes que prometían mil quimeras antes de acabar jodiéndolo todo, y la mierda caía a ráfagas de su culo al ritmo que iba visualizando cada uno de esos momentos. 

Su nombre completo era Joaquim Mer d’Ot, descendiente por parte de padre del desertor de una familia de marinos franceses que se había establecido en Cataluña durante la segunda guerra mundial, y de una buena familia por parte de madre de la que sólo se había mantenido el apellido después de que su padre y su abuelo, el abuelo y bisabuelo de Joaquim, se pulieran todo el patrimonio familiar. También a ellos les dedicó un par de deposiciones. 

Después comenzó a abrir la mente para equipararla a su esfínter. Amplió la lista de agraciados con los traficantes de armas, los de droga, los hijos de puta que vendían personas como si fueran kilos de garbanzos, se acordó de los jueces corruptos y de las mentiras infinitas de los políticos, y para todos ellos expulsó un par de cientos de gramos de mierda concentrada, dura y pura como la coca antes de cortar.

Todavía mantenía en su mano derecha el papel doblado al tamaño de su palma. Lo miró con atención y se concentró en recordar más casos que valieran la pena. Le vino la imagen de él mismo actuando con extrema dureza con su propio hijo y se dedicó una larga ristra de mierda. Pensó en su mujer, y en las veces que no había sido un buen esposo, y volvió a cagarse en sí mismo por tercera vez.

No conseguía recordar más agravios a pesar de lo mucho que se esforzaba. Le venían de nuevo los grandes males de la humanidad, pero si bien ya se había cagado en ellos, tampoco era un gran responsable directo de los mismos. Poco a poco fue desgranando su vida en fases, primero por grandes etapas, la niñez, la adolescencia, la juventud, su edad adulta y ahora los primeros minutos de la madurez. Después comenzó a seccionar esas etapas en partes más pequeñas mientras las piernas se le dormían presionadas por el plástico curvado del asiento del váter. Pensó en los años en que jugaba a fútbol, en algún niño que lo molestaba en los partidos, pero ni siquiera se arrancó un pedo con ese recuerdo. La adolescencia en sí misma había sido una gran mierda, casi como la de la totalidad de la población mundial, pero no supo visualizar ningún hecho destacable que mereciera una dedicatoria. En los años de juventud todo le había salido bien, había tenido éxito en el trabajo, con sus amigos, con las chichas, nada podía reprocharse de manera palpable más allá de su prepotencia. Las mayores cagadas se habían producido en sus años de adulto, pero las que recordaba ya las había mencionado y en el presente, salvo alguna situación de la oficina, todo lo demás era perfecto. 

Quim Mer d’Ot sintió que por primera vez su nombre tenía sentido y sonrió satisfecho. Comprendió a golpe de zurullo que en la vida apenas había tenido motivos para cagarse en nada y sí muchos para estar agradecido. En la habitación, sin ir más lejos, dormitaba su esposa ajena a la sinfonía orgiástica de mierda que se había dado, y en la habitación contigua descansaba su hijo, un chaval extraordinario. Tenía una familia magnífica, una vida milagrosa, una situación que lo convertía en un privilegiado. Estiró su mano derecha y se pasó el papel de celulosa por el culo. Lo sacó y vio que estaba limpio. Volvió a pasarlo un par de veces más y vio que en efecto, no quedaban restos de excrementos en el fondo blanco del papel. Sorprendido, tiró el papel al váter, se levantó y tiró de la cadena. Kilos de heces se removieron inquietos al sentir el flujo circular de la descarga de la cisterna y giraron enloquecidos hasta que el sifón del retrete se los tragó como la vida a la juventud. 

Quim se acercó a la ducha y se limpió a fondo todo el aparato excretor. Después volvió a la cama con su esposa y tras el almuerzo, se comió dos trozos de pastel de cumpleaños.


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