Pronto hará treinta años...

Hace aproximadamente treinta años que comencé a correr, y no hablo de escapar, ni en sentido figurado, sino de trotar, de lo que los hispanoparlantes llaman footing y que jamás he oído a un anglosajón definirlo con esa palabra. 

Todo comenzó como la mayor parte de las cosas de mi vida, forzado. Estudiaba yo por aquel entonces en los Salesianos de Terrassa, en plena efervescencia adolescente y bajo la disciplina de los padres misioneros. Una de las normas de aquel centro era que los expulsados de clase debían bajar al patio y hacer deporte. Debo hacer un paréntesis y explicar cómo era aquel colegio antes de seguir. La totalidad del complejo educativo ocupaba una manzana en la que se levantaban, pegados a los extremos, tres grandes edificios de aulas en forma de U, y en cuyo centro quedaba un gran espacio dedicado a las canchas de basketball, handball y voleyball, además de un campo de fútbol reglamentario en el que jugaba el glorioso Dosa (Domingo Savio). Bien, decía que cuando te expulsaban de clase el castigo era enviarte al campo de fútbol y hacerte dar vueltas corriendo a su alrededor. Como el susodicho campo quedaba justo en medio de la U, todas las clases tenían vista directa al terreno de juego, o de castigo, como quieran llamarlo. 

Pasé dos grandes años de estudiante en aquel centro educativo, dos años en los que fui expulsado de numerosas clases individuales y de dos asignaturas completas por curso, lo que arrojó un balance de entrenamiento poderoso. Además de esto, por aquellos años tenía una novia que me absorbía todo el tiempo libre del que dispusiera, lo que me obligaba muchas veces a regresar a casa corriendo tras haber perdido el último autobús, ¡y vivía a siete kilómetros de mi casa! Así pues, es fácil imaginar a un adolescente hormonado hasta las cejas, con una novia que lo hacía a regresar corriendo a casa, día sí, día también, con el gusto dulzón y reciente de sus babas y la sangre mal repartida, y un colegio de curas en el que pasaba de tres a cinco horas semanales (mínimo) dando vueltas a un campo de fútbol bajo el ojo atento de todos los profesores que dieran clases en ese momento. Mézclenlo todo y tendrán un atleta, inconsciente, pero atleta. 

Tanto así que con la edad de quince años me convencieron para que participara en una carrera popular que se celebra anualmente en mi pueblo, Viladecavalls. Una carrera durísima que sube hasta un castillo en lo alto de una montaña para bajar después cruzando todas las urbanizaciones de chalets de fin de semana del pueblo. Bien, ese glorioso año de mi decimoquinto aniversario fui el tercer clasificado en mi categoría. Aún tengo la copa en casa.

Al año siguiente no corrí, no recuerdo porqué, pero con diecisiete volví a hacerlo. Por desgracia entonces ya no iba a los curas y había sustituido todo aquel entreno por otro diferente, clases, alcohol, tabaco, trabajo y vagancia física. Una combinación poco adecuada para la práctica de cualquier deporte, así que sufrí a esa tierna edad una de las derrotas más humillantes de mi vida, por no decir la que más. Apenas en el kilómetro cuatro tuve que abandonar, subirme en el coche escoba con todos los otros derrotados de la carrera, y sentir en primera persona la humillación de hacer los ocho kilómetros restantes dentro de una furgoneta recogedora que iba barriendo, desde la cola, a tipos igual de mal preparados que yo, y escuchar, amén de inventar, todas las excusas posibles que apaciguaran la sensación de fracaso que se había sentado con nosotros en el interior de aquel maldito coche escoba. No volví a correr hasta que tuve veintinueve años.

Apenas unos años antes de esa edad quedé de nuevo soltero y pensé que una buena forma de volver al mercado pasaba por aparentar algo más de musculatura, así que me apunté a un gimnasio con la ridícula idea de salir hecho un mini Hércules que con sólo tensar el bíceps hiciera caer a las chicas a mis pies. Al cabo de dos o tres sesiones de pesas (comprendí entonces porqué las llamaban así), el instructor del gimnasio me dijo que yo tenía más cuerpo de corredor de fondo que de culturista. Una forma brillante de decirme que era un “ñíquis” y que no perdiera más mi tiempo alzando hierros baldíos, sin embargo sus palabras evocaron aquel logro de adolescencia, aquella sensación de ganador que tuve bajando del castillo a todo lo que mis jóvenes y entrenadas piernas daban de sí. Una potencia que recordaba estallar en cada zancada mientras dejaba atrás a docenas de participantes. Una euforia que no había sentido en los, hasta  entonces, tres últimos lustros de mi vida. Me compré unas zapatillas, unas Mizuno ligeras, y comencé a sustituir las pesas por la cinta.

Poco a poco fui atreviéndome a salir a la calle, aún a riesgo de ser adelantado por las abuelitas que salían del bingo, pero con constancia fui mejorando distancias y tiempos hasta que, el año que cumplía los treinta, me sentí preparado para emular la hazaña “quinceañeril”. No solo lo hice, sino que mi tiempo fue bastante correcto, y ya no dejé de correr.

Cambié de gimnasio y encontré pareja, si bien ambas cosas no guardaron relación. Y para ser justos debería decir que inicié una nueva vida, porque en aquel gimnasio un día se me acercó un tipo con unas melenas impresentables que me preguntó si podía correr conmigo. Lo repasé, supongo que emitiría algún tipo de gruñido que le hiciera creer que sí, y salimos a correr. Desde entonces es el mejor amigo que he tenido jamás. 

Decía que, además de mi gran amigo, también encontré pareja y al poco tiempo ya compartíamos un apartamento en las afueras de la ciudad. Desde aquel apartamento podía bajar al cauce de una riera seca en la que entrenaba cuando llegaba el buen tiempo. Un día, sin más, mi compañera se apuntó a correr conmigo y comenzó a entrenar riera arriba, riera abajo. Ella también quería correr la carrera de Viladecavalls, y acepté, por supuesto. Después supe, tras leer su diario en un descuido, y sólo aquella vez, lo juro, que en realidad decidió salir a correr conmigo para estar cerca de mí, temerosa de que si le dedicaba más tiempo a entrenar que a ella, la dejara de querer. Hicimos la carrera del castillo juntos, en un tiempo pésimo pero con una sensación extraordinaria. La tarde que leí su diario creo que fue la única vez en mi vida que sentí, sin fisuras, que me amaba.

La vida siguió y con ella mis carreras, siempre acompañado de mi amigo, si bien no de mi pareja, pues un día decidimos que ya habíamos corrido mucho juntos y que nos iría mejor si cada uno entrenaba por su lado. Fueron tiempos difíciles, muy, muy difíciles, pero en los que las carreras de las tardes con mi amigo fueron un extraordinario salvavidas al que agarrarme en aquellos momentos de zozobra y mar rizada. Unas tardes en que casi lo reventé entrenando porque yo era incapaz de sentir dolor físico. Descubrí entonces que cuando se te ha roto el corazón, el resto de dolores equivalen a la picada de un mosquito.

Por fortuna creo que nací con una flor en el ojo que nunca ve el sol (o casi nunca) y la vida me sonrió de nuevo con la que ahora es mi compañera, madre de mis hijos, y la mejor muleta que cojo alguno pudiera soñar en su vida. Cambié entonces de dieta, me hice vegetariano, escribí mi primera novela, y viaje por medio mundo, pero no dejé de correr. Hasta que un día...

Llevábamos tiempo en que se nos calentaba el ánimo con la ilusión de comenzar una nueva vida fuera de los límites conocidos desde mi nacimiento, una vida que supusiera abandonar por completo la comodidad inmensa que teníamos, marcharos a otro país, a otro continente, dejarlo todo y comenzar de cero. Tomamos la decisión, probé suerte optando a un trabajo para la República Dominicana, y salió. Recuerdo que se lo dije a mis allegados, a mi padre, a mi hermana, a algún que otro amigo, pero no me atrevía a decírselo a mi compañero de carreras. Una tarde como tantas, sobre las ocho de la noche, y apenas a unos días para nuestra marcha, remontábamos la cuesta del polígono industrial en la que vaciábamos la bilis acumulada durante el día, y se lo dije. Él se paró dejándome correr por unos metros en solitario, hasta que lo vi y me detuve. Sus palabras aún resuenan en las paredes de mi memoria, ¿cómo va a volar un avión con un solo motor?, esa fue su frase. Mi amigo, mi hermano, la persona que había vivido los años más intensos de mi vida, aquel con el que había realizado viajes inolvidables, se quedaba sin compañero. Entonces supe que él también me quería, como yo a él.

Volvimos los dos al trote, con lágrimas en los ojos diluidas en nuestro sudor de hombres duros, hasta el gimnasio. Nos duchamos y nos fuimos a casa. Ya hace siete años de esto y raro es el día en que no hablamos más de una hora por teléfono.

Por qué he contado todo este rollo infumable, te estarás preguntando, y la respuesta es múltiple, pero sencilla. Primero porque tenía ganas de explicarlo, segundo porque he vuelto a correr después de abandonar las carreras por muchos meses, y tercero, porque el próximo año hará treinta que corrí por primera vez la Cursa Popular de Viladecavalls. Aquella que sube a un castillo arriba de la montaña para bajar entre los chalets de fin de semana de las afueras del pueblo. 

Pero sobre todo porque ayer, mientras corría en solitario dando la vuelta al recinto protegido por un muro y hombres armados en el que vivimos, pensé en todo esto, pensé en todas las cosas que me ha traído el correr, las sensaciones que vivido mientras ponía al límite mi cuerpo, los veintiún kilómetros de la media maratón de Sitges en la que alcancé el máximo de mi resistencia física, la euforia de aquella carrera de adolescente, la fortuna infinita de haber corrido con mi amigo en lugares como Donosti y haber compartido con él cientos de horas de pensamientos íntimos, profundos y banales, poder sentir la fuerza de la voluntad en forma de kilómetros recorridos, el haber domado una paciencia ínfima hasta convertirla en minúscula, miles de pasos martilleando el yunque del pensamiento propio para darle una forma menos grotesca, aprender que tras el kilómetro cinco viene el seis y no el veinte, y saber que en la vida, como en una carrera, lo importante no siempre es ganar, sino llegar habiendo disfrutado del paisaje y con el orgullo infinito de haberlo hecho a lomos del esfuerzo propio.

Cecilio, prepárate porque siento que vienen cambios, pero sea como sea, ¡el año que viene volvemos a subir al castillo del Rístol!

Comentaris

Anònim ha dit…
excelente crónica, evoca momentos memorables

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