Ahora que he vuelto a correr

Hace un par de semanas que decidí volver a correr. No es una decisión gratuita, al contrario, tiene un significado muy importante, y es por eso que hoy voy a hacer terapia personal sobre esta cuestión.

Debo aclarar primero, para todas aquellas sonrisas maliciosas, que no se trata de un intento desesperado por mantener la figura (perdida ya en los laterales), ni de un modo de “desestrés”, en absoluto, aunque es evidente que para ambos fines también me valdrá el esfuerzo.

Hace ahora poco más de diez años tomé la misma decisión. Contaba entonces con unos veintiocho o veintinueve años, y mi estado físico era deplorable. Creo recordar que jugaba a fútbol sala por aquel entonces en un equipo increíble que se llamaba Hijos de Paquita (no es broma, incluso ganamos varios campeonatos), pero mi fondo físico estaba acorde al nombre del equipo, un tanto ridículo. Iba pues en ese momento a cumplir los treinta años de edad y recordé que con quince había logrado correr una carrera popular que se realiza en mi pueblo, Viladecavalls, de doce kilómetros de distancia y en la que su sube a un pico empinado que arranca los higadillos a todos sus participantes. Me pregunté en ese entonces si sería capaz, quince años después, de repetir la gesta. Y entrené duro hasta que lo conseguí. Desde entonces seguí corriendo y esto se convirtió en una afición que me ha durado muchos años.

Justo me ha durado hasta hace unos tres, momento en el que por desidia lo fui dejando.

De aquel inicio en la carrera de fondo han pasado diez años, y me vuelvo a hacer la misma pregunta, ¿sería capaz de correr con cuarenta lo que corrí con quince y con treinta?, la respuesta es que no, y por eso he vuelto a correr.

El otro día, mientras sufría como un desgraciado para hacer seis kilómetros totalmente planos se me ocurrió la idea de este artículo, y comencé a recordar. Mi mente aparcó el sufrimiento que le enviaban todos los músculos de mi cuerpo y comenzó a recordar todas las cosas que me han pasado en estos últimos diez años. Entonces comprendí lo mucho que he cambiado, y de eso es de lo que quería hablar hoy.

Hace diez años, además de vivir todavía en Europa, ni siquiera conocía a las personas que más me han acompañado en estos años y que han supuesto realmente mi crecimiento como persona. Incluso la primera vez que me afeité la cabeza fue en el año 1998…

Entonces no conocía a Xesca, algo que me parece increíble, ni tampoco conocía a mi hermano Cecilio, con quien arrancamos entonces (por vía de la carrera) una amistad tan profunda que todavía dura y que me mantiene ligado, más de lo que yo mismo querría reconocer, a mi casa.

En estos últimos diez años cambié casi todas mis amistades por otras nuevas entre las que se cuenta Cecilio, pero también Jaume y José, y Julia, y Pitu, y la propia Xesca, además de otras muchas entre las que se encontrarán también las vuestras si hacéis el mismo ejercicio de memoria.

Han sido diez años de cambios continuos, me divorcié y conocí a Luz, cambié de trabajo, y de país, sufrí la crisis de los cuarenta con siete años de antelación, fui padre y viajé más que nunca, pero sobre todo, me hice adulto y comprendí por fin lo que significa eso. La responsabilidad que entraña ser responsable, perdón por la redundancia, de los propios actos, no del hecho de reconocerlos, que siempre lo he asumido, sino de comprender que todo lo que pasa en la vida es fruto de nuestro propio pensamiento y de nuestros actos.

Dejé de quejarme porque por culpa de los demás me pasarán a mí las cosas o no pudiera realizarlas. Acepté que mi propio pensamiento es lo que crea mi realidad y comencé a pensar que iría más allá, que viajaría, que conocería el mundo, que todos somos únicamente responsables de lo que nos ocurre y que no podemos plantearnos la vida según las necesidades o acuerdos con los demás. Ellos también son los responsables de haber aceptado o incitado esos compromisos. Me saqué la culpabilidad de encima como una manta vieja atestada de piojos y empecé a caminar por lo que realmente quería.

Algunos de los proyectos iniciados en este tiempo no se han cumplido, otros están, como se diría, en el tintero, pero una gran parte han llegado a buen puerto. Y lo mejor es que la gran mayoría están incluso por gestarse.

Hice amigos de verdad, no compañeros de trabajo (que los quería y quiero muchísimo), ni compañeros de gimnasio o de equipo de fútbol, sino amigos, personas a las que no es necesario dar explicaciones y a quien tampoco se le exigen, pero que siempre están ahí y para quien siempre tengo un momento y una sonrisa. Comencé a ser lo más cordial posible con todo el mundo (con las limitaciones propias de mi carácter seco y tozudo) y, por encima de todo, comencé a quererme y comprenderme tal y como soy. A aceptar mis fantasmas, mis miedos, a airear mis cadáveres en el armario para que no apesten, y a tratarme como trataría al mejor de mis amigos.

Diez años en los que he tenido la fortuna de participar en proyectos inimaginables, como la escritura y publicación de un libro, o como colaborar para dar medios de vida a más de doscientas familias que no tenían ni con qué comer. He sido tutor de una niña que ya es una adolescente, padre de una niña impresionante que todavía, después de dos años, me abraza y me acaricia la calva como si fuera el vientre de su madre. He conocido a personas tan increíbles y generosas como los padres actuales de esta niña, a abogados que han renunciado a ejercer de burócratas para dedicarse a ayudar a sus paisanos, gente de dinero entregada al cien por cien con causas solidarias, a un joven que viaja por el mundo haciendo de payaso callejero, a una familia en la que cada miembro es de una nacionalidad diferente, a la capacidad de perdón de mi padre, al nacimiento de mis sobrinos, a consolidad una relación maravillosa con Luz, y a tantas y tantas cosas que se me agolpan y sólo parecen farfulladas de un prepotente. Nada más lejos de mi intención.

Ahora, mientras me fumo un segundo cigarrillo culpable, tecleo este post con una sonrisa en la cara, no en vano me contemplan varias fotografías que certifican una parte de lo expuesto, y han sido tantas las cosas magníficas que me han ocurrido que me he vuelto un coleccionista de ellas. No puedo dejar pasar por mi lado una oportunidad sin agarrarla con las dos manos y morderla hasta que no queda nada de ella.

Claro que los años también van pesando, pero más que los años lo que me mantiene más tiempo en el sofá del que yo desearía es la pereza, la gran enemiga de cualquier adulto. La pereza que mantiene nuestras intenciones en sólo eso, intenciones. Pensamientos de “yo haría”, o “si no fuera por… haría”, uff, sí, muchas cosas haríamos que en realidad no hacemos por pura pereza o miedos infundados.

Así que desde hace un par de semanas una de estas perezas se acuesta en el sofá viendo infames programas de televisión mientras yo salgo de nuevo a correr.

Salut,

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