La puntita nada más

Casi todas las buenas historias comienzan con una mirada, una de esas que lo cambian todo por su intensidad, su tristeza, su rabia contenida o la esperanza dibujada en el fondo del iris. 

Ésta no. 

Esta historia comienza con un zumbido desagradable, un sonido que se amplifica por segundos hasta destruir con su maldad el último regazo en el que nos acunaba Morfeo. Le sigue, a veces, un gruñido de desaprobación y un pequeño golpe en la cabeza del despertador para que calle su aliento mórbido. Cinco minutos más, pienso siempre antes de levantarme envuelto en la sábana de la pereza, la única que conservo de mi niñez, y camino descalzo hasta el baño, cierro la puerta, enciendo la luz y observo mi cuerpo en el espejo. El cuerpo de un hombre mayor, flaco, con las costillas marcadas en la piel y los bíceps colgando en unos brazos que jamás consiguieron ser musculados. Me aseo y me calzo el culotte, la mejor prenda inventada por el ser humano y la base para que un culo normal aguante un montón de horas sentado en una tabla de quince centímetros de ancho por un palmo de largo. 

Salgo de la habitación con cuidado de no despertar a mi compañera y me voy a la cocina. Desayuno, café con leche (poca), pan con mantequilla y mermelada y un poco de arroz con garbanzos. Dos o tres vasos de agua y listo. Bueno…, una última carrera al baño, y listo.

Salgo a fuera y acabo de vestirme. Los calcetines chillones, la mochila con la bolsa de agua, la botella con más agua, un par de galletas, frutos secos o una barrita que tiro al bolsillo del maillot, compruebo la presión de las ruedas, me calzo los zapatos de payaso con calas metálicas y subo en la bici. Hoy tocan 50 km de ritmo estable, apenas un par de horas de ejercicio que a las seis de la mañana parecen más propios de la magnitud de los trabajos de Hércules que del esfuerzo de un casi jubilado.

Las primeras pedaladas son las peores, las piernas se rebelan, el culo no encuentra la posición, los cambios de la bicicleta crujen en un intento baldío para que los dejen tranquilos y el sol amenaza con salir para freírnos las entendederas. No pasa nada, siempre es así, me digo, y sigo hasta la casa de mi compañero, a poco menos de un kilómetro de la mía. Lo encuentro ya montado, saliendo con la misma cara de sueño que yo y con las mismas pocas ganas de charlar. Su mirada, quizá la que debería haber abierto la historia, me pregunta qué coño hacemos dos abuelas a esas horas disfrazados de payasos de McDonalds. Mis ojos le dan la razón y sonreímos, brevemente, sin demasiada intensidad para no crear falsas expectativas.

Decidimos la ruta, o la ratificamos si ya la teníamos pactada, y arrancamos.

Aún faltan veinticinco o treinta minutos largos para que comprenda porque me he levantado a esa hora, pero si tengo paciencia la respuesta llega, siempre llega.

Tras algunas palabras para romper el hielo, o en nuestro caso la calor, de la mañana comenzamos a pedalear en serio, a centrar la vista en los metros precedentes de la rueda delantera, a comprobar la traza, a buscar un espacio libre de piedras, charcos, palos o raíces por el que pasar. Y sentimos la respiración, las pulsaciones que se aceleran, las piernas, que una hora atrás eran dos plomos inertes, comienzan a bombear potencia, los músculos se tensan y los abuelos nos transformamos como el follet tortuga, maestro Muten Roshi para los que vieron Dragon Ball en lugar de Bola de Drac, en dos bestias imaginarias que el paisaje se traga con cada vatio de potencia que le metemos a los pedales, y nos aleja de la zona de confort mientras nos introduce en un mundo de belleza salpicada de basura humana, basuraleza la llaman algunos ambientalistas, que también dejamos atrás hasta que el verde, el azul y el marrón de esta tierra hermosa nos mece con unas vistas inigualables para cualquier otro lugar del mundo. 

En la vía nos cruzamos con gente de campo que han madrugado aún más que nosotros, niños a lomos de un caballo que va a quién sabe dónde, tipos armados con machete de camino a su conuco para recolectar o plantar las cuatro verduras que les dan de comer, abuelos sentados a las puertas de sus chozas, cowboys con rebaños infinitos de reses, mujeres con lecheras de aluminio y tipos en viejas motocicletas que nos sonríen, siempre, sin faltar ni uno al saludo tempranero. Nosotros sudamos, resoplamos, pedaleamos a todo lo que nuestros medio centenarios corazones nos permiten, y ellos nos miran entre sorprendidos y divertidos, y nos bendicen con sus ristras de dientes excepcionalmente blancos por el efecto del contraste.

Le damos duro, nos picamos el uno al otro, hoy vamos tranquilos, nos hemos prometido una hora atrás con la misma solvencia de cuando éramos adolescentes y prometíamos no pasar de la puntita, y como entonces, no paramos hasta llegar al fondo mientras escuchamos los jadeos del otro con la satisfacción de poder dejarlo atrás por unos segundos.

A pesar de la hora temprana, el sol ya hace rato que nos calienta la mollera debajo del casco y que el sudor nos cubre, a juego con la mierda de vaca y el lodo, por todo el cuerpo. Seguimos. Las pulsaciones se acompasan en el tramo alto y las manos se aferran al manillar como un náufrago a su tabla. Los brazos resisten los embates del terreno y las suspensiones de las bicicletas demuestran que tienen más tragaderas que un político, aunque por fortuna éstas son mucho más fiables. Sorteamos piedras, huecos, raíces, atravesamos un sendero oculto por la vegetación, cerrado por las copas de los árboles que se enlazan a pocos centímetros sobres nuestras cabezas, y le damos. Apretamos los puños sobre las espumas de las agarraderas, cambiamos al piñón adecuado, y le damos, duro, levantando el culos una pulgada del sillín o clavando los riñones a la altura de la tija, como sea, pero apretando.

Antes teníamos la excusa de beber agua para parar unos segundos. Ahora no. Una mochila a la que llaman, con mucho acierto, camel bag, nos suministra agua continua por un tubo infecto hasta la boca que evita las paradas de avituallamiento líquido. Sin embargo paramos, giramos el zapato sobre el pedal y un clic nos libera para poder echar un pie a tierra y contemplar el paisaje.

Vivimos el puto paraíso.

Nos miramos y sonreímos de nuevo. Ambos sabemos lo que nos ha costado llegar hasta allí y el placer que produce recorrer el camino armados sólo con las propias fuerzas. La sonrisa es intermitente entre las bocanadas de aire para restablecer el riego y bajar las pulsaciones, y como la de primera hora, también es tímida y prudente para no generar equívocos. 

Vamos, siempre es él quien lo dice. Yo asiento y cargo mi cuerpo sobre el sillín, piso con fuerza el pedal y el mismo clic libertario que unos segundos atrás me había permitido descansar, resuena ahora en el campo para confirmar que la bicicleta nos ha capturado de nuevo. Sale él delante, como un toro, y yo detrás a ritmo hasta que encontremos un lugar en el que pueda pensar de nuevo, tranquilo que sólo será la puntita, y una sonrisa endiablada responde a la gran cuestión de por qué coño hacemos este deporte, y la respuesta se muestra con una clarividencia tal que asusta.

¡Lo hacemos porque estamos vivos!

Comentaris

Unknown ha dit…
Como me disfruto de tu blog. Espero acompañarte en una de esas travesías en bicicleta a través de ese paraíso donde solo la puntica no se puede :)
Blanca Miosi ha dit…
Tengo la impresión, Jordi, que estás viviendo los momentos más felices de tu vida. Un hombre y su bicicleta. ¿Para qué pedir más? ¡Adelante, amigo!

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