Gente Rara
Libretería es una página dedicada a autores, libros y cosas de esas en la que tengo la infinita fortuna de participar, y en la que hoy se publica un texto que preparé hace unos días para la sección "A mi manera", un espacio creado por Pedro Araque para que los escritores podamos explicar lo que más nos plazca abusando de su hospitalidad. Transcribo aquí el texto del artículo, pero si queréis leerlo en la versión original cargada en Libreteria.com podéis pulsar en el enlace: https://libreteria.com/A-mi-manera-Gente-rara/
No acostumbro a hablar casi nunca en los vuelos. No me gusta hablar de mis cosas, y en las conversaciones triviales nunca me he manejado bien. Me atasco, no tengo capacidad de demostrar interés por lo que no me lo genera y paso un mal rato poniendo caras de imbécil en los largos e incómodos silencios que se generan con mi falta de atención. No soy, con toda sinceridad y por decirlo de una forma políticamente correcta, un buen compañero de viaje. Tras muchos años de volar y transitar por diferentes aeropuertos he desarrollado una técnica infalible que me permite observar todo lo que pasa a mi alrededor, en muchos los casos incluso inventar historias sobre los transeúntes o imaginar aventuras desenfrenadas con ellos sin que nadie se me acerque, y que no es otra que llevar siempre unos auriculares en mis oídos aun cuando en la mayoría de los casos estén desconectados.
Así, hace unos meses, realicé un vuelo de Panamá a Chile en uno de esos aviones terribles en los que la configuración obliga, cuando el vuelo va lleno, a compartir una fila de dos asientos con otra persona. Si tienes la suerte de que te toque en medio, en una fila de cuatro asientos, y además en uno de los dos extremos, puedes eludir bastante bien la conversación porque si tu compañero no ve demasiado interés en ti siempre puede girar la cabeza en dirección opuesta y taladrar con sus muchos e interesantes pensamientos a la pobre alma cándida que no ponga la misma cara de perro que un servidor. Pero si te toca en una fila con dos asientos y encima en un vuelo de más de ocho horas, ¡ay amigo!, las posibilidades de salir indemne se reducen de forma peligrosísima.
Esto me ocurrió en el vuelo al que hacía referencia. Un señor de edad comprendida entre los cincuenta y muchos y los sesenta y pocos se sentó a mi lado. Yo en la ventana, otro error, y él en el pasillo, circunstancia que solventé apenas mi castigado culo tocó la ajada tela de la tapicería de Copa Airlines desplegando un libro sobre mis piernas y asegurándome los auriculares en los oídos, pues por experiencia sabía que aquel hombre, sin más distracción que mirar a su alrededor, aprovecharía la mínima rendija para preguntarme cualquier estupidez que diera paso a una conversación. La táctica funcionó hasta el primer almuerzo a bordo cuando, y aprovechando mi atención a las preguntas de la azafata, el hombre aprovechó para meter baza y atacar.
—¿Es usted chileno? —me preguntó.
Con la mejor de mis sonrisas negué e hice ver que me sumía en mi lectura de nuevo, pero el hombre no se dejó amedrentar y cuando me ayudó a pasar la bandeja de comida vegetariana, previamente masticada y regurgitada por todo el staff de la compañía de catering, que me tendía la azafata, se vio con fuerzas para explicarme que él sí era chileno y que vivía en New York. Sin tiempo entonces ni para respirar, me hizo la confidencia inmediata de que estaba extremadamente agradecido a la hospitalidad estadounidense y que gracias a ellos, y a la infinita oportunidad que le habían dado, había podido sacar a su familia adelante con un carrito de salchichas frente a Central Park.
Me explicó la dureza de verse apartado de su tierra, de sus orígenes, de su familia, de sus amigos, lo terrible de la adaptación, la dificultad de encontrar un lugar en el que sentirse cómodo en tierra extraña, de hacer amigos, y yo le hice saber que también era inmigrante, un catalán en lares caribeños por cerca de una década, así que entendía muy bien lo que me estaba explicando. “No siempre has de ser un gilipollas estúpido con la gente”, pensé, y seguimos conversando al ritmo cansino de abrir y cerrar bandejas de comida asquerosa. Me reconoció el señor que a pesar de estar muy agradecido, de haber conseguido que sus hijos estudiaran, de haber podido enviar dinero a la familia en Santiago, de haber salido adelante, e incluso a pesar de haber conseguido un seguro médico excepcional, no había logrado adaptarse nunca a la vida de los Estados Unidos, y que por eso había intentado por todos los medios mantener sus raíces, sus costumbres chilenas, su idioma, sus comidas, sus tiempos, “viviendo a mi manera en la gran manzana”, remató. Aplaudí su decisión y supuse que estaba feliz por viajar a Santiago a ver su familia. Me hizo saber que sí, pero me confesó que la intención oculta de ese viaje era comprar una casa en Santiago para poderse retirar cuando dejara el carrito de HotDog, ¡el sueño de cualquier inmigrante!, reconocí. Lo felicité, claro, y me vi reflejado en su alegría por la inminencia del regreso a casa tras muchos años de vida en el extranjero.
—Pero ocurre una cosa que me haced dudar, sabe usted —me dijo. —Algo que hace que Santiago ya no sea como antes.
—Caramba —le respondí con no demasiado fingido interés — ¿y qué es eso que ocurre en Santiago?
—Se ha llenado de gente extraña.
—¿Extraña? —dije desconcertado.
—Sí. Gente rara, de color —susurró a mi oído tensando el cinturón de seguridad que lo mantenía atado a la silla.
—¿De qué color? —pregunté.
—¡Negros!
—¿Y qué tienen de extraño los negros? —inquirí.
—¡Hombre, cómo me pregunta eso! No se adaptan, no comprenden las costumbres chilenas, no comprenden que ya no están en su país y quieren cambiar el nuestro. No se adaptan, no entienden, y a pesar de haberlos acogido sólo quieren hacer las cosas a su manera.
Con un rictus de rabia inmensa por haber cedido al buenismo de las costumbres y haber sucumbido a la charla con aquel impresentable, le expliqué que yo tenía tres hijos, uno blanco, uno negro y otro muy negro, y que preferiría que no volviera a dirigirme la palabra nunca más, incluso si alguna vez cometía el infinito error de comprarle un refresco en su maldito puesto de salchichas asquerosas en New York. Se deshizo entonces en mil disculpas que por fortuna ya no llegué a escuchar, pues me puse mis auriculares, subí el volumen del reproductor al máximo y lo mandé, a mi manera, a la mierda.
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