Moáis de ébano

 - Yo le dice, no deje la escuela, pero ella piensa mujer porque tiene diecinueve y se casa con hombre y ahora está muerta.

Es Richard quien me explica que ayer murió su hermana desangrada por una hemorragia tres días después de parir. 

- Ella dice hombre tiene cédula y se casa.

Me lo explica con su español aprendido a base de decir sí amo y obedecer desde que dejara su Haití natal para intentar sobrevivir más allá de los cuarenta años que la estadística le hubiera reservado de quedarse en el infierno del planeta. Lo miro a los ojos y me rehúye la mirada. Está triste, pero sólo por dentro. Desde mucho tiempo atrás, quizá antes de nacer, sabe que los pobres de la tierra no tienen derecho ni siquiera a demostrar sus emociones.

Un día, charlando con un amigo en un batey, le hice notar que allí los niños no lloraban. ¿Para qué?, me preguntó.

Richard es uno de esos niños, y Samuel, y Yodel, y la mayoría de los jóvenes inmigrantes que voy conociendo. Duros, flacos, nudosos como el sarmiento, y pétreos. A veces, cuando aún no me han visto llegar los escucho reír, aunque no tengo idea de sus bromas porque su idioma se me hace bastante desconocido, pero apenas me ven entrar mutan la expresión y transforman sus rostros en moáis de ébano. Sí patrón, me dicen sin que les haya hecho todavía una pregunta, todo bien, patrón, y me miran, me estudian y calculan cuándo será el mejor momento para pedirme cuatro pesos. Yo les conozco la mirada e intento ocultar la mía tras una llamada ficticia o un saludo a un tercero que ni siquiera ha llegado.

Richard tiene la edad indefinida de la vida dura, quizá ronde el límite al que podía aspirar en Haití por ser varón (las mujeres aún viven menos) o quizá esté por la veintena. No lo sé, soy incapaz de calcular su edad.

- Ella pone sangre mala y no hace caso.

No sé qué decir. 

- Era una niña y ahora deja un bebé de tres días.

Ya lo ha dicho todo, diecinueve años, no quiso seguir en  la escuela porque pensaba que lo sabía todo, se “casó” con un hombre (del que no me he atrevido a preguntar) y murió por no tener ni para una transfusión.

Fin de la historia. No importa en el idioma que se hable, no hay nada más que decir.

Le aprieto el brazo en un gesto cariñoso y siento la musculatura de gladiador que se esconde tras la opacidad de su piel. Doy gracias por llevar la mascarilla y me refugio en el interior de mi coche.

Richard se queda donde lo encontré, de pie en medio de la nada, resistiendo la pena de un corazón encofrado en madera de caoba. 


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