Larga vida al Lobo

Apenas llevaba cuatro días en el país cuando te vi por primera vez. El malogrado Rodrigo, asesinado vilmente en su oficina de México, tocó en mi puerta y me preguntó si quería ir a una playa en el Caribe, la mejor de todas, me dijo. Por supuesto le respondí que sí y arrancamos para Bayahibe. Entonces, catorce años atrás, no había ninguna de las carreteras hoy que trenzan el territorio y nos costó cerca de dos horas llegar al hotel Dominicus en el que tú trabajabas. Franco nos ayuda, me dijo Rodrigo cuando nos negaron el paso a la playa en la barrera del hotel. Rodrigo sacó el móvil, te llamó y bajaste. Imponente, dando instrucciones, con una sonrisa que endulzaba tu personalidad de líder. 

Rodrigo nos presentó y yo sentí que debía estar con alguien muy importante si era capaz de abrir una barrera de hotel con sólo mirar al guardia. No me equivoqué, estaba con una persona muy importante, una de las que más.

A ese primer encuentro vinieron otros, muchos de ellos de carácter profesional, pero tu corazón arrollador se abrió a nuestra familia y empezamos una amistad que de no haber sido por las precauciones laborales, estoy seguro que aún habría sido mayor.

Me invitaste a tu casa y nos cediste tu habitación, claro que eso no lo supe hasta que empecé a ver tantos enseres personales tuyos, porque antes de acostarnos me aseguraste que ése era el cuarto de los invitados. Zorro, o mejor dicho, lobo, cómo me engañaste. Luz y yo en tu cama y Raquel y tú en una habitación con dos camitas… Así eras tú, querido Franco.

Es imposible recordarte y no ver su sonrisa. Imposible.

La mayoría de nuestros buenos recuerdos en este país se han construido de tu mano. Si venía algún amigo, a tu isla lo llevaba, si venía mi familia, me preparabas una mesa como si hubiera venido a visitarte el presidente de la ONU. ¡Nos has hecho tan felices, a mi familia, a mi hijo, a mis amigos, a mi padre, a todos los que te hemos conocido!

    - Franco.

    - Ordene comando.

Esa era tu respuesta. Siempre. Ordene que yo le ayudo, y una sonrisa.

Hoy no me he atrevido a acercarme a verte, no me lo tengas en cuenta, pero quiero que en mi recuerdo siempre esté esa calva desafiante, el rostro limpio y la sonrisa de lado a lado. Las manos fuertes, los hombros grandes, el cuerpo de una persona que se comió la vida con patatas y a quien ni siquiera un puto cáncer de mierda le quitó la alegría. Aún un par de días de irte sacaste fuerzas para despedirte. 

No sé qué decir. No sé cómo mitigar la tristeza. Quería hacer una glosa de tu persona y no puedo porque no me creo que ya no estés.

Es imposible.

Sé que mañana, si voy a la playa de Bayahibe, te encontraré sentado frente a tu mesa de plástico mandando mil cosas mientras atiendes a la gente y te encargas de que su visita a la isla Saona, tu isla, sea una experiencia inolvidable para cada una de ellas.

Juntos hemos vivido situaciones muy difíciles, y nunca te vi perder la calma o decir una mala palabra a nadie.

Hoy he visto a tu familia desolada, a tus amigos envueltos en lágrimas, a otros que reían recordando las anécdotas vividas junto a ti. Todos armados con las malditas mascarillas, y aún así eran cientos los que se han acercado a darte un último adiós. 

Has sido un ejemplo de vida, y más que de vida, de vitalidad. Alguna vez me dijiste que por tus venas corría gasolina, pero no era verdad, por tus venas corría la generosidad absoluta, por eso llegabas a todas partes, porque no existía el no en tu vocabulario. Noble, leal y solidario como el lobo líder de la manada.

Ayer dejaste de aullar, querido Franco, pero no por ello se va a dejar de escuchar tu voz. 

Hoy he visto a un grupo enorme de personas con camisas en las que lucían orgullosos un escudo de pertenencia a los Lobos, el club que tú creaste. Otro legado más de tu maravillosa vida.

Amigo, la desolación corre por estas letras a la par que el agradecimiento, la admiración y la indignación por haber sido tú el escogido para irte.

Y una vez más, como tantas en estos años, me volviste a engañar cuando asegurabas, a horas de tu partida, que no me preocupara, que las pruebas que habían llegado de los Estados Unidos habían salido bien, porque querías marcharte sin hacer ruido, sin preocupar a nadie, sin tener que decir una sola vez en tu vida la palabra no, y casi lo consigues, pero no, querido amigo, no porque por más silencioso que hayas querido irte, detrás tuyo ha quedado un estruendo de consternación y tristeza que ni siquiera tú hubieras podido acallar.

Gracias, Franco, amigo, gracias por tu generosidad, por tu cariño, por tu amistad. Gracias de todo corazón.

Lamentaré toda mi vida si no he estado a la altura de tu ejemplo.

Te quiero. 

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