¿Qué habría pasado si los niños no fueran al colegio este año?

Me pregunto, sin más intención que la exposición de la duda, ¿qué habría pasado si los niños no fueran al colegio este año?

Ahora, mientras plasmo mis dudas en este artículo, mi hijo está al otro lado de la puerta encerrado en su habitación con los ojos fijos en una pantalla de ordenador de la que no se podrá mover durante seis horas y media con la excepción de tres descansos de media hora. Seis horas y media sentado en una silla del Ikea solo, sin más compañía que el sueño, el aburrimiento, el cansancio y las diferentes caras planas que van apareciendo en su monitor para hablarle de temas que no le interesan lo más mínimo. Sí, ya sé que el colegio es eso, pero un grupo de niños encerrados en una clase no es lo mismo que un niño trancado en su habitación, aislado en un espacio en el que el profesor nunca se da la vuelta, en el que no puede cruzar miradas cómplices más allá de sus muñecos y el armario de la ropa interior, donde no hay risas contenidas ni conversaciones furtivas en voz baja, un lugar a fin de cuentas que lo único que alberga es soledad. De tanto en tanto le abro la puerta y le hago caras para que fije su vista más allá del metro que lo separa de la pantalla, sonríe con tristeza y enseguida se preocupa de que la profesora no lo descubra a cincuenta kilómetros más allá, a un mundo entero de distancia conectado por cables mágicos. 

También le abro para que entre uno de nuestros perros, Lío, su preferido, pero incluso él se aburre de estar con un maniquí fijo en el monitor y rasca la puerta para que lo libere.

No sé qué aprenderán, la verdad, aunque por supuesto serán cosas muy importantes. Nuestro hijo ha empezado a cursar sexto grado y yo no recuerdo nada de cuando lo hice yo. Marçal es mucho más listo que su padre, pero dudo que en unos años tenga la más remota idea de qué estudió en este curso, sin embargo, estoy convencido de que sí recordaría para toda la vida un año sabático, un año de estar en casa, jugar, pintar, leer, hacer trucos con la bicicleta, un año de compartir con nosotros, sus padres, con su hermano, con algún amiguito que se cuela furtivo esquivando el Covid de las narices en el patio de la casa.

En estos meses nuestro hijo ha aprendido a ayudar a su madre en el pequeño huerto que tenemos en el jardín, a hacer el caballito en la bicicleta, a cocinar (mejor de lo que ya lo hacía), a repartir tarjetas con su hermano, a trabajar en algunas cosas con él, a montar conmigo, a pelar a los perros, a convivir con su familia. 

Yo no recuerdo mis años escolares, tengo fogonazos de algunos compañeros, supongo que algunas de las pocas cosas que sé las aprendería en esos años, recuerdo a Jordi, mi profesor de literatura que fue el primero en decirme que sería escritor, y no mucho más, la verdad. Pero sí recuerdo los tres meses de verano en el camping, la emoción cuando llegaba el viernes en la tarde y aparecía el coche de mi padre por la entrada del recinto. La alegría de verlo despojarse de sus vestidos grises de oficinista y calzarse un pantalón corto que no se quitaría hasta el domingo a última hora. Recuerdo ir con él a la playa, recoger petxinas y comerlas en el mar, y jugar a la petanca, y verlo a un palmo de la raya de banda mientras nosotros jugábamos a fútbol contra el camping vecino. Lo recuerdo con mi madre, siempre juntos, recuerdo a mi hermana, recuerdo la emoción de la vida en familia sin más obligación que cumplir con las horas de la comida.

Por eso me pregunto qué hubiera pasado, o qué pasaría, si este año los niños no fueran al cole.

¿Qué es tan urgente de aprender para que criaturas de esa edad tengan que soportar jornadas de oficina que ni siquiera los adultos seríamos capaces de aguantar sin una escapada al baño, a la máquina de café o a los siempre salvadores Facebook o Instagram?

Me hace sentir mal, me tortura la conciencia saber que va a tener que aguantar esto por meses, madrugar, desayunar y sentarse en una silla solo hasta las dos y media de la tarde. Comprendo que las alternativas tampoco son mucho mejores y que en los países que les hacen ir a clase, además corren el riesgo de enfermarse y enfermar a toda la familia con ellos, pero en Dominicana (como en otros lugares), que las clases son cien por cien a distancia, ¿qué diferencia hay entre que un niño esté en casa ocioso o que esté en casa esclavizado? El ocio los alegra, les aviva la imaginación, les obliga a construir cosas, mundos, tablas para saltar con la bici o cuentos en los que meten sus fantasías en forma de dragones, princesas o robots futbolistas. La pantalla los atonta, los agota, los llena de conocimientos que quizá nunca más en su vida van a necesitar, y lo más importante, les roba un año de ser niños.

Honestamente, no sé si vale la pena.

Comentaris

Entrades populars d'aquest blog

‘Punta Cana 7 noches’: Guarionex, un tipo duro, todo un Philip Marlowe a la dominicana.

La historia de Villa Arriba y Villa Abajo

El cumpleaños de Quim

Gracias, República Dominicana

10 motivos para no comprar un Kindle y 1 argumento desesperado