Una historia del camping

A raíz de un post que colgué hace unos días en mi muro de Facebook, un amigo de la infancia, mi mejor amigo de la niñez me atrevería a decir y protagonista de la foto adjunta, me hizo el comentario de que debería escribir algo sobre nuestras aventuras de cuando nuestros padres nos soltaban durante los meses de verano en un camping para que nos asilvestráramos como los animales salvajes que éramos. Para los que no estén muy avezados con la cultura vacacional de la edad de hierro, los niños entonces se dividían entre los que no tenían vacaciones, los que iban al pueblo, los que no tenían pueblo, los que iban a donde los invitaban, los que íbamos de vacaciones a un camping, los que podían ir unos días a un apartamento, los que se alojaban en hoteles, los que tenían una residencia de verano y los que viajaban al extranjero, que eran una minoría tan mengua que jamás conocí a ninguno. 

Pensando en las palabras de amigo, en verdad no acostumbro a escribir de mi niñez porque fue maravillosa, no podría detallar más allá de eso, tengo la fortuna de haber tenido unos padres magníficos, aunque la desgracia se cebara arrebatándonos a mi madre, una hermana tolerable (¡es broma!, amo a mi hermana y es un ejemplo para toda la familia), amigos por doquier, fui un niño aceptado, sin problemas de acoso, de personalidad o autoestima. Sacaba buenas notas, jugaba a fútbol (mal, pero nunca tenía problemas para ser escogido en las primeras tandas del piedra, papel o tijera), cada cumpleaños, navidades o la fiesta que fuera mi familia sabía que el mejor regalo que me podían hacer eran libros y tenía la habitación repleta (libros que aún guardo en su mayoría), unos abuelos maravillosos, éxito en la línea media con el sexo opuesto, era valiente, lenguaraz, ágil y un poco (muy) cabrón. Vamos, lo que cualquiera llamaría una infancia perfecta.

Sin embargo, y como consecuencia del comentario de mi amigo, comencé a rememorar algunas de las aventuras que vivimos en aquellos veranos de bañador, bocadillos de chorizo, bicicletas, fútbol, playa, piscina, amigos y libertad, mucha libertad, toda la libertad. 

Me ha venido a la memoria, por ejemplo, de un día en que decidimos arrancar los cuatro o cinco amigos con nuestras bicicletas para ver si éramos capaces de llegar a Tarragona. Nuestro punto de veraneo era el camping Santa Eulalia, situado en Altafulla, un pueblo precioso en la costa dorada catalana, y que dista de la capital tarraconense unos diez o doce kilómetros, veinte contando entre la ida y la vuelta. Un desafío portentoso para niños de diez años. Recuerdo que lo planificamos a la perfección, botellas de agua, algo de comer, y pa’lante. Sólo había un pequeño problema, el único camino que conocíamos era el arcén de la carretera nacional N-340, una vía rápida por la que los coches, camiones, y cualquier bicho motorizado pasaba a toda velocidad pegadito a los cuatro locos que pedaleábamos por el arcén más felices que si nos hubiera tocado la lotería. Al final no llegamos a Tarragona porque uno del grupo se asustó y al cabo de unos kilómetros de aventura echamos para atrás, pero la experiencia quedó en nuestras memorias para siempre.

Me acuerdo también de una barca vieja que encontramos y que llevamos cargada a lomo hasta el camping para arreglarla y salir a navegar. La bautizamos como la Perca, la Parca, la Troncha, la Ruca, la Merca, la Tranca, la Pinca, … no me acuerdo, pero era una barca reventada por todas partes a la que le pegamos tablones, maderas, clavos por doquier, bolsas de plástico y no sé cuántos inventos más para que flotara y nos permitiera viajar (más en la imaginación que en cualquier otro medio) surcando las olas de costa a costa. Cuando entendimos que ya estaba totalmente reparada en nuestros astilleros campiles, la llevamos hasta el mar, de nuevo a lomo, y la botamos. En pocos minutos se nos llenó de agua y se hundió a pesar de nuestros esfuerzos por achicar agua con cubos en forma de castillo almenado…

Y cómo olvidar los primeros años de adolescencia, cuando recuperamos una vieja caravana abandonada y la tomamos como cuartel general. No puedo explicar más de este tema…

Los partidos de fútbol contra los niños del pueblo y de los campings vecinos, las carreras de natación, los campeonatos de Risk o las excursiones en bicicleta hasta el faro o el pueblo de Tamarit conforman el paisaje de los veranos de mi infancia. Una etapa de mi vida, como decía al principio, maravillosa.

Sin embargo, y dando cuerda al reloj de la memoria, me ha venido un episodio que creo que me ha ayudado mucho en la vida.

Por aquella época no era extraño que los cumpleaños de alguno de los niños del grupo cayeran en época de vacaciones. O incluso si no caía en los meses de verano, como la mayoría de los fines de semana también los pasábamos allí, nuestros padres aprovechaban para celebrarlos con el grupo. Organizaban una pequeña fiesta en la tienda o en la caravana del agasajado y el resto de niños acudíamos con algo de picar y un regalo. Por aquel entonces yo me tenía en una alta autoestima, de hecho ése ha sido uno de mis mayores hándicaps, y es que siempre me creí capaz de hacer cualquier cosa porque el mundo giraba alrededor de mi ombligo… Por fortuna, y nos guste o no, la vida acaba poniendo el ombligo de cada cual donde le corresponde, pero en aquel momento el mío estaba en su lugar como epicentro indiscutible del universo.

Explico todo esto porque entonces tenía la certeza de que los regalos que escogía para los otros niños eran magníficos, los mejores (y honestamente aún lo recuerdo así) pues los seleccionaba con el mayor de los cariños. Íbamos todos los niños en procesión, en bañador y zapatillas o sandalias, unas espantosas de tiras de plástico con una hebilla que además de hacerte una herida en el empeine, se oxidaba a las primeras de cambio (la chancleta en aquella época prehistórica aún no se había implantado, lo que no afectó de manera negativa en nuestros cerebros como ha sucedido con las generaciones siguientes), todos cargados con nuestros regalos y el paladar saboreando el sucedáneo de Coca-Cola y el pastel.

Un día me tocó a mí, yo iba a ser el agasajado. Mi cumpleaños no caía (ni cae) en verano, pero supongo que junto a mis padres decidiríamos celebrarlo en un fin de semana de camping. Toda aquella semana estuve haciendo cábalas de los súper mega regalazos que me iban a traer mis amigos. ¡Qué menos, si yo era el que mejores regalos les había hecho a ellos por años! Llegó por fin el día, y mi madre armó una mesa de plástico en la parcela de la roulotte llena de patatas, ganchitos, almendras, rebanadas de pan Bimbo cortadas en cuatro trozos ungidos de Nocilla y La Piara, chorizo enrollado con palitos de queso y bebidas azucaradas. Normalmente estas fiestas se hacían después de comer, así recuerdo la prisa por armar toda la intendencia y los nervios de la espera. Por fin, a eso de las cinco de la tarde, comenzaron a venir algunos niños. Los primeros sin regalos. Esperé a que llegara el grueso, incluidos los que eran mis amigos, aquellos con los que compartíamos fines de semana y meses de verano. Uno de ellos me trajo un comic, un tebeo como los llamábamos entonces, de Astèrix. El resto no trajo nada.

La decepción fue enorme, bíblica, un armagedon en la línea de flotación. No lo podía entender. Aún hoy, mientras escribo estas líneas me cuesta… No era tanto el que no me hubieran hecho regalos, la decepción estaba en el hecho de que no me consideraran, que no me vieran como yo me veía a mí mismo. Ellos no creían que yo fuera un tipo genial, no veían en mí el campeón que yo creía ser, el niño al que todos adoraban. Sencillamente, era uno más, y muy probablemente uno al que soportaban por los motivos que fueran, porque estaba siempre, porque tenía un balón, porque mi hermana era una chica, porque jugaba de portero, porque no era ni del Barça ni del Madrid, yo qué sé por qué, pero lo que sí comprendí de golpe, y de ahí lo de la lección, fue que uno no le puede gustar a todo el mundo. Uno no puede hacer las cosas esperando la recompensa. Uno no puede esperar nada de los demás. Uno es uno, y como tal está solo en la vida.

Comprendí, porque además de ser el ombligo de mi universo no soy tonto del todo, que cualquier cosa que uno espere de los demás siempre se convertirá en una decepción. Yo tuve mi fiesta, vinieron todos los niños, mi madre se esmeró, mi padre y mi hermana estaban allí, pero yo esperaba más, lo que pasó no fue suficiente, y no porque no lo fuera persé, sino porque yo tenía la expectativa de mucho más. Por supuesto seguimos siendo amigos y como niños la decepción duraría como mucho aquella noche, aunque la lección me haya valido hasta hoy.

Desde entonces no recuerdo que me haya vuelto a ocurrir algo parecido. Todo el que me conozca lo más mínimo sabe que soy un espíritu más bien alegre, una persona feliz, pero aprendí a no esperar nada de nadie. Lo que llega, como el amor de mi mujer o nuestro propio hijo, bienvenido, me produce una felicidad infinita, pero nadie tiene una obligación conmigo más allá de mí mismo, nadie me debe nada. El día que ellos, o cualquiera de los que comparten mi vida, no se sienta bien a mi lado es libre de irse para donde desee. Cuando gana la Penya o la Real, como nadie lo espera, sus victorias saben a gloria. Y en esa aceptación alegre de la vida me he mantenido casi siempre…

Y esta es la historia de niños, no sé si es la que esperaba leer mi amigo, ni siquiera sé si la recuerde o la recuerde como yo la he explicado, pero así es como la viví, y no ha pasado un solo cumpleaños que no dé gracias por aquel maravilloso regalo.

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