La chica de la minifalda

La veo casi todas las mañanas parada frente a la puerta del residencial en el que vivo, de pie, sola, esperando a alguien que por fuerza ha de pasar poco después de mí. La mayoría de los días luce minifaldas de colores vivos que dejan al descubierto dos piernas largas para su mediana estatura, bonitas, atléticas, de rodillas redondas y huesudas, quizá un poco grandes para el tamaño enjuto de la joven, aunque no por ello le restan atractivo. Pelo negro largo, suelto, lacio y alegre que se mece favorecido con la brisa temprana de esas horas. Su rostro maquillado matiza una ligera fealdad que apenas es perceptible si no te fijas con cuidado. De senos más bien pequeños, insinuados tras el vestido que combina con la minifalda y en el que luce una placa dorada de identificación.

La veo apenas unos segundos, quizá ni siquiera llegue a eso, cuando salgo a llevar a mi hijo al colegio. Cada vez observo un detalle desapercibido en los días anteriores. No la miro mucho, un vistazo furtivo disimulado en la observación de la carretera, como si detrás de la chica pudiera venir un coche al que he de dejar paso. Me horroriza la idea de que mi hijo me cace con la mirada fija en la joven. No quiero dar la impresión a la muchacha de que soy un viejo lujurioso más como todos los que la miran con desesperación al pasar junto a ella, y me avergüenza profundamente pensar que en mis ojos exista en verdad esa mirada verdosa. Pero sí la miro, todos los días, como todos los que pasamos a esas horas por allí.

La placa dorada identifica a tres grupos de trabajadores, directivos de hotel, personal de atención al cliente o vendedores. El personal de atención al cliente trabaja enfundado en uniformes corporativos (vade retro minifalda) ni he visto nunca a una chica de veinte años ejerciendo de directora de hotel, por lo que sólo puede ser vendedora, y que para que una vendedora se vista así sólo puede dedicarse a la venta de inmuebles o de tiempo compartido. Me inclino más por esta segunda opción y la imagino de pie, como cuando la veo en la mañana, junto a la puerta de uno de los miles de restaurantes que tienen los hoteles, o frente a un escritorio con grandes letras y un televisor en el que se proyectan imágenes de personas felices entre arena blanca y aguas turquesas, sonriente, armada con una carpeta que utiliza como muleta para dar la impresión de que conoce el negocio y no está allí por sus piernas, cuando lo cierto es que no es más que el anzuelo para las familias incautas que caen en las redes del negocio de la venta de multipropiedad. Todo perfectamente estudiado, atractiva para captar la atención del marido y no tan bonita para que la mujer no se sienta agredida. 

Su piel es trigueña, latina, quizá venezolana o dominicana blanca de las “de pelo bueno”. Acostumbra a vestir sandalias de estilo romano, de esas planas de tiras que se enredan unos cuantos centímetros tobillo arriba y que dejan los dedos al descubierto. La miro y pienso que no le quedan bien, que con ese atuendo le casarían mejor unos buenos zapatos de tacón, y al instante me avergüenzo de mis pensamientos porque sé que he caído en la trampa del machista lujurioso que mantengo encerrado a fuerza de muchos años de voluntad. Pero también pienso que un hombre ha de poder mirar a una mujer, y más cuando se viste así, y entonces comprendo que he vuelto a caer y la vergüenza me abruma.

A veces quisiera esperarme para ver quién la viene a recoger. Estoy seguro de que es un hombre, y casi con certeza, mayor que ella, quizá su jefe. Sé que si no fuera una chica joven mostrando las piernas nadie la pasaría a buscar para llevarla al trabajo y tendría que coger un autobús como todo el mundo, o que si fuera un hombre iría con su motocicleta o al volante de un coche. También pienso que si fuera un hombre no tendría que vestirse así, ni tendría que cambiar cada día de modelo de minifalda, ni estaría obligada a llevar pantalones de tela fina ajustados para marcar un culo duro y firme capaz de hacer girar las cabezas. Si fuera un hombre, la gente le compraría, o no, por lo que dijera, por cómo lo dijera y a quién, pero jamás por enseñar esas piernas flacas de rodillas huesudas, y entonces veo como el machista que me habita se va para el fondo del pozo del que nunca debería haber sacado la cabeza, ni siquiera para escribir estas líneas.


Comentaris

Blanca Miosi ha dit…
Excelente. Leyendo estas líneas me puse en los zapatos de un hombre, de sus pensamientos, miedos, deseos y perturbaciones. Definitivamente lo hombres y las mujeres somos diferentes, para bien. Si pensáramos de la misma manera, ¡qué soso sería el mundo!
No siempre los hombres que piensan como hombres en relación a una mujer son machistas. Simplemente son hombres.
Anònim ha dit…
Homes en minisaia para acabar cos estereotipos de xénero. (Hombres en minifalda para acabar con los estereotipos de género). Si elas puseron pantalóns nos podemos poñer faldas. (Si ellas pusiron pantalones nosotros podemos poner faldas).Aunque en mi caso pocas veces, que soy muy friolero. Y tacones tampoco, que sin muy incomodos y malos para el cuerpo, aunque tengan fama de sexys.

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