La loca

La veo casi todas las mañanas cuando salgo a trabajar, está sentada en un murete de cemento de poco más de dos palmos de alto, uno de esos que corren paralelos a un camino como si alguien hubiera iniciado en algún momento el trabajo de vallado y se hubiera quedado a medias. Lleva una falda larga estampada en colores tristes que incluso en esa posición, sentada casi a ras de suelo, le cubre hasta los tobillos. Normalmente viste unas chanclas de cuero roídas por el tiempo y ropa oscurecida por las muchas lavadas. Delgada, pero no flaca, dura como los cables de acero que aguantan las estructuras colgantes, y tocada con un casquete de pelo blanco que le confiere esa dignidad silenciosa que tienen las personas negras llegadas a una edad en la que las cicatrices del alma les han reventado en la piel.

Casi siempre está sola en ese murete a las puertas del residencial de lujo. Un campo de golf con un montón de hoyos, más de los reglamentarios, en el que se han levantado viviendas para ejecutivos, casi todos extranjeros, que trabajan en el ramo del turismo. Directores de hoteles, chefs, financieros, vendedores, y toda la camama de bien vividores que poblamos el monstruo en que se ha convertido Bávaro. Su vista siempre anda puesta en la fila de empleadas que se forma a la entrada de servicio del residencial, mucamas, niñeras, esclavas y putas que muestran sus carnets a los vigilantes que nos guardan de la realidad más allá del muro. En un par de ocasiones la he visto acompañar a una de esas mujeres, imagino que para ayudar en alguna de las tareas. Imagino también que las más duras, planchar sábanas, lavar baños, arrodillarse para fregar un patio, o estirarse lo que su ajado cuerpo le permita para frotar los cristales infinitos de una vidriera con vistas al campo de golf.

Un día le pregunté a la señora que trabaja en nuestra casa por ella, “¿la loca?”, contestó con incredulidad tras describírsela. No insistí en ese momento, pero comprendí porque cuando va con otras mujeres lo hace con la cabeza baja, la vista al suelo y media una distancia de un par de metros entre ellas. La crueldad siempre es más despiadada a ras de suelo. 

"La loca", la llamó, ¿por qué?, a mí me parecería cualquier cosa menos eso. 
- Por qué dice que está loca? –, le pregunté una mañana mientras apuraba el café en la cocina. 
La señora dejó el trapo que tenía en las manos sobre la fregadera y me miró con gracia, “qué cosas tiene usted, don, la loca está loca porque está loca”. Se giró, recuperó el trapo, lo mojó y continuó frotando la encimera con más agua que jabón. “Se cree mucho porque se le murió su niño, como si a las demás no se nos hubieran muerto los nuestros”, murmuró con la misma cadencia cansina con que pasaba el paño por la cocina. Tragué saliva, acabé el café y salí. A veces es mejor no meterse donde a uno no lo llaman, pensé.

Así pasaron unos cuantos días en los que el trabajo me absorbió más tiempo del que me gustaría y en los que mis horarios se vieron afectados. Dejé de ver a la loca, me resistía a llamarla así pero no tenía otro nombre. Pasaba demasiado temprano por esa puerta secundaria, tanto que el murete conservaba la humedad de la mañana sin que el sol caribeño, o los trapos de la loca, lo hubieran secado todavía. Algunas veces coincidía con el bus que traía a las primeras mujeres a trabajar y buscaba su altura, su pelo blanco, sus labios fruncidos entre las bocas descorchadas de las demás, sin éxito.

Sin embargo, una mañana tuve que regresar a casa a recoger unos documentos que me había dejado y la vi. “Se le murió su niño”, las palabras de la mucama volvieron vívidas a mi memoria apenas la reconocí allí sentada. Llegué a casa, recogí la carpeta con los papeles y salí, y al cruzar la puerta de seguridad tomé la decisión. Aparqué el coche y me senté en el murete junto a ella.

Vestía como todos los días una falda larga hasta los tobillos que dejaba a la vista unos pies abiertos por los muchos años de usar chanclas o caminar descalza. Las uñas de los dedos de los pies, duras y amarilleadas por la vida, estaban cortadas a ras de piel de unos dedos demasiado gruesos. La blusa, que cubría la parte superior de su cuerpo, caía como una sábana mojada sobre el armazón de una silla vieja. Me fijé en sus manos cardeñas, angulosas, nervudas y luengas, en contraste con los pies y a juego con todo lo demás. Se giró a mirarme cuando ya llevaba unos cuantos segundos a su lado y aspiré su olor, que me recordó a una alacena descuidada.
- Hola – saludé.
Emitió un pequeño gruñido a modo de respuesta y regresó su vista a la fila de mujeres que entraban a trabajar al residencial. 
- Siempre que la veo está mirando la fila – insistí.
Mis palabras parecieron captar su atención por un segundo y por primera vez pude mirarla a los ojos. Incluso sentada a dos palmos del suelo era más alta que yo. Pensé que un ciego podría leer su vida solo con pasar las yemas de sus dedos por cada una de las arrugas de su rostro. Me estudió por un instante y volvió la vista a la puerta en la que dos mujeres mostraban sendos carnets de acceso a los guardias. Quizá sí que estaba un poco loca… 
- ¿Busca trabajo? – pregunté de nuevo.
- No, pero si necesita a alguien, una de mis hijas está sin trabajo. Una buena chica.
- Eh… – balbuceé –, en realidad no busco a nadie, solo me he sentado junto a usted porque la veo todos los días aquí sentada y tenía curiosidad –. Sus ojos pasearon mi cuerpo.
- No debería usted hablar con locos si no quiere que le llamen loco –, cruzó las manos sobre su regazo, tensó la espalda y acomodó el culo sobre el muro. Entonces se giró de nuevo hacia la puerta.
El ruido de los motores de los vehículos que transitaban frente a la entrada se adueñó del lugar por unos instantes. Supuse que las visitas que tenía agendadas para esa mañana llevarían un rato esperando porque sentía la vibración del teléfono juguetear en mis pantalones, punto y final de la no conversación.
- Quizá si a mí se me hubiera muerto un hijo, también me habría vuelto loco – le dije al tiempo que amagaba con levantarme sin captar su atención. Hice el esfuerzo de no girarme mientras me plisaba los pantalones con las palmas de mis manos, sacudía la gravilla huérfana del muro de mi culo y me metía en el coche. 
Fue un día extraño en el que la inconsistencia de la banalidad laboral me pareció aún superior a lo habitual, pero conseguí pasarlo sumergido en mil temas que carecían de importancia más allá de las paredes de mi oficina.

Al día siguiente, en su lugar del muro había una señora gorda de carnes excesivas embutida en un vestido escaso incluso para una mujer que hubiera tenido tres tallas menos. Me fijé en su sujetador, que asomaba grotesco y obsceno por encima del escote de una mini blusa rosada intentando contener dos tetas enormes que amenazaban con reventar el entramado de gasas, gomas y hierros que las mantenían a flote. Respiré entre aliviado y molesto, y seguí camino. Al día siguiente tampoco la vi, ni al otro, ni al otro. Pensé entonces que ni siquiera le había preguntado su nombre…

Tardé una semana larga en volver a verla, y no fue en la puerta de servicio del residencial, sino en la puerta principal. Una puerta que rara vez utilizo porque mi casa queda apenas a unos minutos de la puerta secundaria, mientras que para la otra, la principal, he de recorrer los casi seis kilómetros de diámetro que tiene la urbanización. A diferencia de la puerta trasera, en la principal no hay entrada de servicio pues está destinada a los propietarios e inquilinos que viven muros a dentro. Estaba sentada en el bordillo de la carretera con los pies recogidos bajo la falda, pegados al culo como si estuviera sentada sobre sus propios talones, y refugiada bajo la sombra alargada de una palma real que se levantaba majestuosa al otro lado de la calle. Al ver mi coche se levantó y se acercó hasta apoyar sus manos en el morro del todo terreno. La seguridad del complejo se abalanzó sobre ella inmediatamente mascullando palabras como “otra vez la loca”, o eso me pareció escuchar, pero les pedí que no la molestaran, que me estaba esperando, y con una sonrisa forzada le abrí la puerta del acompañante y la invité a subir. La señora rodeó el vehículo, entró en silencio y esperó a que nos hubiéramos apartado de la barrera para descargar por fin el ligero peso de su cuerpo sobre el asiento. 
- Perdone lo que le dije el otro día – improvisé una excusa sin saber muy bien qué hacer ni hacia dónde ir con ella.
- Mi hijo no se murió, me lo mataron – dejó flotando en la cabina del vehículo.
Aparté la vista de la carretera y la miré. Se había sentado en la misma posición de siempre, las piernas cruzadas desde la rodillas como lo hacen las señoritas, las manos sobre el regazo, la espalda recta, la cabeza erguida y la vista perdida. Su olor marchito inundó todo el coche.
- ¿Qué quiere decir? – pregunté alternando la vista entre su rostro y la carretera en un intento por recuperar el control.
- Usted me dijo el otro día que si se le hubiera muerto un hijo también se habría vuelto loco, lo que me hace pensar que tiene hijos y que ha preguntado por ahí sobre mí. No sé por qué lo ha hecho, ni qué le importa mi vida, pero quiero que sepa que a mí no se me murió mi hijo, me lo mataron.
Mi cabeza iba a mil por hora, supe en ese momento que tenía una historia, una novela, una vida que contar. ¿Qué hacer? Me vino a la memoria la novela “The Help”, y pensé en si sería capaz de hacer algo parecido. ¡Joder, no estaba preparado! Recordé el teléfono móvil y la aplicación de grabación de voz, pero lo descarté porque no graba conversaciones largas, además de que ponerme a manipular el teléfono en esa situación amenazaba con romper la fragilidad del momento.
- ¿Quiere explicármelo? – pregunté nervioso confiando todo a mi memoria.
- Lléveme hasta el cruce del Coco Loco, por favor – asentí y continuó –. Tengo seis hijos, cinco hembras vivas y un varón, el mayor, el que me mataron – tomó aire y lo aguantó unos segundos antes de suspirar –. Yo era muy joven, ¿sabe?, no teníamos nada, ni casa, ni dinero, ni dónde dormir o comer, nada, pero me quedé embaraza y antes de que se me notara conseguí entrar de cocinera en un hotel. Cuando quisieron despedirme ya era tarde – sonrió con un deje de satisfacción –, porque ya me habían asignado una habitación de empleados en la que vivir. Le llamamos Rafael y fue un niño bueno ya desde mi barriga. Me dejó trabajar hasta el último momento antes de nacer, pero no pude disfrutarlo demasiado porque a los pocos días de tenerlo tuve que escoger entre volver a trabajar o quedarme con él. ¡Era tan pequeño, cómo iba a dejarlo! Mi marido me convenció, él no tenía trabajo entonces y los únicos ingresos eran los míos, así que se trajo del Seibo a su hermana para que lo cuidara y yo volviera a la cocina. Apenas la vi ya supe que no me quería, pero era la hermana de mi marido y no pude resistirme. Un día, mientras estaba trabajando, me llamaron para decirme que mi niño estaba enfermo, y salí corriendo. Nunca te sacan del turno si no es grave. Cuando llegué a la habitación estaba muerto, morado sobre mi cama, quieto, muerto. Ella, que gritaba como una loca, me lo había matado. El pobre Rafael no había dado trabajo ni para venir ni para irse. Lo agarré en mis brazos y lo miré, hubiera querido echarme de rodillas, llorar y morirme con él, pero solo sentí sus huesitos y que su cuerpo pesaba más que cuando le daba pecho en la noche. Flaco, hermoso, con unos ojos que hacían salir el sol cuando me miraban. Con él en brazos me fui hasta la policía, a Verón, para que vieran cómo me lo habían matado, pero lo único que aquellos mamahuevos hicieron fue quitarme a mi hijo y decirme que estaba loca por andar con un muerto en brazos. Ella me lo mató, ¿sabe?
El ruido del motor tomó el espacio que habían dejado sus palabras y me sorprendí con los ojos aguados a pocos metros de donde me había pedido que la llevara.
- No sabía… – imaginé la estampa de aquella mujer alta y esbelta caminando casi diez kilómetros hasta la comisaría de Verón con el cadáver de un bebé en los brazos, y la imagen se estrelló en mí pecho dejándome sin palabras.
- Sí, así fue. Después tuve cinco hembras. Trabajé para ellas todo lo que pude, y ahora me mandan lo mío, ¿sabe? Quieren mandarme también a sus hijos para que los cuide, pero no puedo.
- Quizá le vendría bien cuidar a sus nietos, y si necesita algo, yo podría ayudarla... – no comprendía muy bien por qué me sentía vinculado a aquella mujer hasta el punto de ofrecerle ayuda.
- No es eso lo que tengo que hacer, no. Mi marido dijo que había sido un accidente, ¡un accidente!, aquel cuero me lo mató porque ella no podía tener y porque siempre había estado enamorada de su hermano.
- ¿De su marido? – pregunté. Hacía un par de minutos que habíamos llegado al cruce y que el coche ronroneaba al margen de la carretera.
- Como le digo, todos dijeron que había sido un accidente, pero yo sabía que no. Lo sabía por como miraba al niño, a su hermano y a mí. Las otras me dijeron que mientras yo trabajaba ella se acostaba con él para que le hiciera un Rafael como el mío, pero estaba seca por dentro y por eso lo mató. Después se fue, y mi marido también. Fui a su casa, a buscarlos al Seibo. Su familia me echó asegurándome que no los habían vuelto a ver. Regresé a Bávaro, trabajé en otros hoteles, incluso en Casa de Campo, y tuve a esas cinco hembras que me mandan lo necesario para no tener que trabajar.
- Pero yo la veo siempre sentada a la puerta del residencial esperando a que alguien le dé trabajo – abandonó por unos instantes el lugar en el que se hallaban sus pensamientos y me miró.
- Ya le dije que no busco trabajo.
- ¿Y qué hace entonces todas las mañanas allí sentada?
- La busco a ella.

Comentaris

Olga ha dit…
Impressionant. Jo crec que dona per molta més història, però també funciona molt be tal cual. Petons
Unknown ha dit…
Muy bueno!!
Jordi Díez ha dit…
Gràcies Olga. Sí que dona per més, per a molt més, el problema és que no tinc temps d'escriure, però històries n'hi ha un munt.
Petons!
Jordi Díez ha dit…
Muchas gracias, Marlene! Me alegro de que te haya gustado.

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