Cuando todavía hacían el "Un, dos, tres..."

Tenía apenas doce años recién cumplidos cuando sentí su gusto por primera vez.

Andaba entonces acercándose la fiesta de final de curso, el primero en ese nuevo colegio al que mis padres me habían apuntado tras sugerirles en los dos centros anteriores que cambiarme de escuela era una buena idea. El primer curso de lo que llamaban segundo ciclo, y que correspondía a los cursos de sexto, séptimo y octavo para niños de once a catorce años, los tres últimos antes de dejar la educación básica obligatoria y tener que escoger entre cursar estudios técnicos, bachillerato o andar a trabajar a un taller.

En aquella época, principios de los ochenta, había un programa en la televisión nacional (la única que existía) que se llamaba “Un, dos, tres… responda otra vez” y que consistía en un concurso dividido en tres partes, una primera en la que tres parejas superaban una prueba de preguntas y respuestas, una segunda, la eliminatoria, a la que acudían las dos parejas ganadoras de la primera fase y en la que competían en una prueba de habilidad, y la tercera, la subasta, a la que pasaba la pareja ganadora de la eliminatoria. Era en esta tercera parte donde los concursantes vivían su momento de gloria y se convertían, junto a los diferentes personajes, humoristas, bailarines, azafatas,…, en las estrellas del programa. El juego consistía en que cada invitado que aparecía realizaba un pequeño show y dejaba a los concursantes un objeto con un sobre en el que había una pista, engañosa por supuesto, del regalo que esperan conseguir al final. Los concursantes se juntaban así continuamente con tres objetos de los que debían ir eliminando uno hasta quedarse con el definitivo que contendría su premio final. 

Este concurso fue muy famoso en España, tanto así que estuvo en antena desde el año 1972 hasta bien entrado el año 1994. Durante estos años hubieron pausas en su programación, así como un fracasado intento por revivirlo en 2004, y los diferentes presentadores que se encargaban de él, inmediatamente se envolvían en la fama tras apenas presentar el primer programa de la temporada. 

Decía que corrían los jóvenes ochenta cuando una tal Mayra Gómez Kemp arrancó con el concurso que se había congelado en 1978 causando un gran revuelo en la España pre-mundial. Un reto enorme para una presentadora cubana hasta entonces desconocida, y que hizo olvidar a Kiko Ledgard, la súper estrella de la televisión en blanco y negro de aquella España de los últimos años del franquismo.

Con ese escenario de fondo irrumpí una tarde en la sala de profesores de mi colegio para asegurarles que la única opción triunfadora para la fiesta de final de curso era organizar un gran concurso del “Un, dos, tres… responda otra vez”. La sala, envuelta en humo de cigarrillo, se silenció y las miradas de aquellos hombres y mujeres con melena, pantalones de pata de elefante y desconocedores de la cera depilatoria, se centraron en el rostro del niño problemático sobre el que casi todos ellos habían estampado sus huellas palmares. La primera reacción fue de rabia por la invasión del sancta sanctórum del profesorado, después, desconcierto por mi propuesta, y al final, tras escuchar mis argumentos, demoledores como casi siempre que lo hago en mi favor, acabó todo en un velado “decidle que sí o no nos va a dejar en paz”, así que salí de aquella nublada sala con la aprobación para comenzar a preparar el concurso.

Tenía, a partir de aquel momento, muchísimo trabajo por delante. Debía hacer una selección de los que participarían en el concurso, empezando por los concursantes, que decidí que serían una pareja de cada curso, una de sexto, una de séptimo y una de octavo; también necesitaba crear las preguntas, la prueba de habilidad, y sobre todo, la subasta, ese continuo aparecer de personajes que habrían de poner a prueba a la pareja ganadora de las dos fases iniciales. Pero necesitaba, antes de nada, encontrar el tema sobre el que giraría todo el concurso, y al final, tras mucho pensar, escogí el castillo del conde Drácula. Todo estaría relacionado con el rumano más famoso, el escenario sería el salón de su castillo, los bailes los harían niñas de las clases de secundaria disfrazadas de vampiresas y todo, regalos, actores, pruebas, incluso la música, tendría ese regusto de colmillos sangrientos. 

Así fui pasando por todas las clases que deberían implicarse, niños de mi propio curso y de los superiores. También hablé con los profesores de manualidades para que comenzaran un mural que habría de abarcar el espacio de dos porterías de fútbol sala, y que serían el soporte para colocarlo en medio del patio de juegos. Les di un esbozo que había hecho aprovechando el tedio de las clases de matemáticas, pedí permiso para comprar pintura, etiquetas, adhesivos, etc., y yo mismo supervisé cada uno de los dibujos que conformaban el mueble del que imaginé habría de ser el castillo del conde. 

Después tocó buscar a los concursantes, para lo que hice un sistema de selección que ahora no recuerdo, monté las preguntas, preparé la prueba eliminatoria, y apunté en un cuaderno de tareas toda la escaleta del espectáculo. Quedaban únicamente dos temas pendientes, encontrar a la persona que haría de presentadora del concurso y montar todo el show de la subasta final. Lo primero fue fácil, Susana Amo, una niña de séptimo por la que suspiraba desde que la conocí un año atrás. La mejor oportunidad de hacerme pasar por un niño mayor, de deslumbrarla con mis dotes de líder, de permanecer junto a ella el máximo tiempo posible, ahora estudiando las preguntas, ahora haciendo un simulacro, ahora revisando que el mural siguiera como estaba previsto…, una táctica infalible. Costosa y trabajosa, pero infalible.

Lo más difícil fue encontrar voluntarios para que participaran en la subasta, debían ser niños que quisieran hacer algún chiste, bailar o recitar, y que debían estar escondidos, disfrazados, camuflados entre los miles de niños que yo imaginaba que habrían de presenciar el concurso. Fui por las clases de sexto, de séptimo y de octavo, de once a catorce años, y al final recluté un número inferior al que requería, pero suficiente para llevar a cabo la tarea.

Por fin, los días fueron avanzando, el mural, los objetos escogidos como regalos, las tarjetas con los textos (que entonces se hacían a máquina), los uniformes, todo había ido cogiendo forma hasta que un jueves de principios de junio todo estaba listo para que al día siguiente se montara el espectáculo en el patio del colegio.

Comenzó el viernes temprano, a las ocho de la mañana, con todos los voluntarios que me habían prometido que me ayudarían. Quizá en ese momento debería haberme dado cuenta. Los que acudimos puntuales movimos las porterías hasta situarlas frente a unas pequeñas gradas que recorrían el lateral más largo del patio, las pusimos de cara y pegamos el mural, una chulería. Después bajamos tres mesas con sus respectivas sillas para que se sentaran las tres parejas concursantes, situé un ataúd entre el público del que había de aparecer un conde Drácula, tapé algunos rincones con telas para que tras ellas se escondieran otros participantes sorpresa del montaje. Toda una preparación que tuve que hacer entre niños jugando a fútbol, los mayores que pasaban totalmente de mí, y los pequeños que hacían lo que les daba la gana jugando y chutando sus pelotas contra el mural…

El espectáculo estaba previsto para la tarde y ya a las doce el mural tenía más grietas que dibujos.

Sin embargo he de reconocer que comenzó bien, muchísimo público, los niños atentos, la hermosa presentadora con el guion aprendido a la perfección y los profesores alucinando de que realmente hubiera llevado a cabo algo así. La primera fase, la de las preguntas, fue un éxito. Recuerdo la gente aplaudiendo, los niños contestando al unísono con los concursantes…, Susana entramando una pregunta con otra, haciendo el papel que se esperaba, y yo, escondido tras una de las cortinas, mirando todo con el corazón en un puño. Quizá esa fase fue demasiado larga. Perdió una pareja y las otras dos comenzaron la eliminatoria. No consigo recordar cuál fue la prueba, supongo que explotar globos, o llevar un huevo de punta a punta en una cuchara sostenida con los dientes, no lo sé, no debió ser muy interesante porque no la recuerdo, pero como fuera, al final pasó una de las tres parejas a la gran subasta, a la parte final, al momento que definiría toda la magnitud del montaje que había inventado y puesto en práctica. Había hecho una colecta entre profesores, alumnos y padres y habíamos conseguido regalos grandes, el más grande de todos el que tenía el Drácula dentro de su ataúd hecho con listones de cajas de fruta, pintado de negro con una gran cruz roja en el centro, y en el que ya me había asegurado que descansaba el alumno disfrazado. Aún puedo verlo. Se puso una de las mesas en el centro y comenzó la subasta, a un lado de la mesa la pareja ganadora, y al otro mi linda Susana. Debíamos empezar con un baile de las niñas de sexto, pero apenas aparecieron dos de las diez o doce que se habían comprometido. Aun así una de las dos bailarinas acercó su sobre a la mesa y la presentadora leyó el enunciado hasta la famosa parte de “hasta aquí puedo leer”, el número siguiente ya no se produjo por deserción de los participantes, ni el tercero, ni el cuarto, ni ninguno más. Cuando comencé a ver qué ocurría vi a todos los que habían prometido ayudar jugando a fútbol en la parte trasera del patio pasándoselo en grande, uno iba disfrazado de Drácula. Los niños en las gradas comenzaron a silbar porque cada cosa que la presentadora anunciaba, sencillamente no se producía, cada nuevo número, cada chiste, cada personaje que tenía que acudir, no existía. 

Los profesores se fueron levantando de la grada y comenzaron a reunir a los alumnos de sus clases para cerrar la jornada. Susana miraba sorprendida frente a los dos concursantes, que también se dispersaron y desaparecieron. 

Tardé un buen rato en salir del escondite en el que todo el mundo me veía, porque si bien la cortina tapaba el ángulo de visión desde las gradas, con bajar de ellas mi cuerpo era perfectamente visible, así como mi vergüenza. Uno de los niños de octavo le pegó dos pelotazos al mural y lo destrozó por completo. Los niños más pequeños se subieron al ataúd y partieron la tapa. Los regalos, amontonados en la secretaría, se pudrieron allí o se los repartieron entre los profesores, y yo, que no sabía hacer nada más, solo juraba que jamás lo volvería a intentar mientras no podía controlar los espasmos del llanto. Mi profesora, cuando casi no quedaba nadie, o yo ya no era capaz de ver a nadie, se acercó y me dijo que hasta entonces nadie había hecho un “Un, dos, tres… responda otra vez” mejor que ése, que debía sentirme orgulloso y que lo único que había fallado es que era demasiado joven, una forma elegante de decir “qué coño te pensabas”.

No sé si sus intentos de ánimo fueron ciertos o no, la verdad es que a mí me pareció que había fracasado. Esa fue la primera vez que probé el sabor del fracaso, el gusto seco y ácido que deja en el paladar, los espasmos nerviosos que provoca en el habla, la mirada caída y la rabia corriendo por cada célula de mi cuerpo. La mandíbula prieta, los labios blancos y las manos frías. Lo reconozco ahora igual que entonces, si bien he aprendido a ponerme tras una cortina sin ángulos muertos. Ese gusto a hierro sanguíneo que inunda los sentidos, pólvora a punto de estallar que se moja y se diluye en la depresión post fracaso mientras la mandíbula se suelta y el sueño no vuelve por días. Un desconsuelo incontenible que atenaza los sentidos, el corazón, la razón, que contamina como el uranio radioactivo y mata como el veneno para roedores molestos.

Un matarratas del que he tomado bastantes cucharadas en la vida...

Comentaris

Olga ha dit…
Jo sempre he dit qui si has de fracasar ho has de fer amb estil i totalment. Molt ambiciós...Fantástic!
Jordi Díez ha dit…
Moltes gràcies, Olga.
La verdad es que la historia es cierta, nunca se lo había explicado a nadie a pesar de tenerla casi siempre presente, sin embargo hace unos días, hablando con una amiga, volví a recordarlo y decidí escupirlo al espacio cibernético que todo lo aguanta, jejeje.
Petons!

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