Mujeres valientes
He de reconocer que no he conocido hombres valientes, más allá de las películas
y novelas.
Para ser justo debería contemplar la figura de mi padre, y
no por padre ni por razones de sentimentalismo, que las hay, sino porque
realmente la vida le ha puesto tantas piedras en el camino que el simple hecho
de haber tirado para adelante se debe considerar una verdadera muestra de valentía. Sin embargo,
fuera de este ejemplo, que tan de cerca me toca, puedo afirmar casi con
rotundidad que los únicos hombres valientes que he conocido en la vida han sido fruto de la imaginación de novelistas. Osados sí, unos cuantos, descerebrados también, bastantes, pero valientes, no.
Por fortuna, sí he tenido la dicha de encontrar mujeres
valientes, muchas en mi vida. Mujeres que a lo largo de los años han sido
ejemplo y demostración de una valentía interna, de una fuerza
de convicción y un valor del que carecemos la mayoría. Mujeres que han
sido mis maestras, a las que he admirado durante periodos de mi historia y de
las que todavía presumo cuando miro en mis recuerdos. La valentía, por si a
estas alturas te estás preguntando en qué consiste, bajo mi punto de vista se
trata de la combinación entre convicción y voluntad para actuar en pos de lo
que uno cree que lo hará feliz. Es decir, tirar para adelante sin importar
demasiado el entorno y ser capaces de cambiar de vida, aún bajo la luz
concentrada y ardiente de la lupa del qué dirán, tras el objetivo de la
felicidad vital.
Mujeres que en un momento, o durante todo el recorrido, decidieron tomar las riendas y superar situaciones que las hubieran llevado al pozo en el que se pudren infinidad de congéneres. Mujeres que han superado enfermedades haciendo gala de una valentía de proporciones épicas, como una amiga que he tenido la fortuna de ver apenas unas semanas atrás, otras capaces de obligar a abrir un avión tras varias horas en la pista para que sus hijos pudieran salir, o capaces de pactar con el director de una escuela una forma de pago de las mensualidades de sus hijos para que estos estudiaran, aún a sabiendas de que no había ni con qué pagar los tres platos de comida, u otras, que fueron capaces de estudiar a contra corriente para salir del lodo en el que sus entornos estaban dispuestos a sumirlas, arrancando horas del sueño y del engaño para conseguirlo; mujeres que tras sufrir un aborto con paliza incluida, se levantaron y siguieron adelante con la única luz de su sonrisa como faro, o que decidieron dejar sus trabajos anodinos para seguir sus sueños: viajar por el mundo sin más apoyo que su voluntad, o cruzar un mar con una maleta del tamaño de un neceser para comenzar una nueva vida que aportara más al espíritu que la confortable de su entorno conocido.
Mujeres que en un momento, o durante todo el recorrido, decidieron tomar las riendas y superar situaciones que las hubieran llevado al pozo en el que se pudren infinidad de congéneres. Mujeres que han superado enfermedades haciendo gala de una valentía de proporciones épicas, como una amiga que he tenido la fortuna de ver apenas unas semanas atrás, otras capaces de obligar a abrir un avión tras varias horas en la pista para que sus hijos pudieran salir, o capaces de pactar con el director de una escuela una forma de pago de las mensualidades de sus hijos para que estos estudiaran, aún a sabiendas de que no había ni con qué pagar los tres platos de comida, u otras, que fueron capaces de estudiar a contra corriente para salir del lodo en el que sus entornos estaban dispuestos a sumirlas, arrancando horas del sueño y del engaño para conseguirlo; mujeres que tras sufrir un aborto con paliza incluida, se levantaron y siguieron adelante con la única luz de su sonrisa como faro, o que decidieron dejar sus trabajos anodinos para seguir sus sueños: viajar por el mundo sin más apoyo que su voluntad, o cruzar un mar con una maleta del tamaño de un neceser para comenzar una nueva vida que aportara más al espíritu que la confortable de su entorno conocido.
Mujeres que han sido mis ejemplos, y con las que siempre me
he llevado bien. No recuerdo ningún momento en mi vida en que no tuviera mi
mejor amiga. Apenas he tenido amigos, más allá de dos o tres, pero siempre he
estado rodeado de mujeres, de amigas íntimas con las que compartir, con las que
hablar y escuchar, y aprender de sus hechos. Molas perfectas que me han pulido en estos años. La segunda vez que me escape de
casa, con apenas doce o trece años, fue para ir a buscar a una amiga que tenía
problemas en su casa y estar con ella, y decirle que si quería marchar, yo podía llevarla
lejos. No en vano cabalgaba entonces una súper bicicleta capaz de cualquier hazaña.
También recuerdo el rostro de mi padre cuando volví a casa…, a esa segunda vez se
sucedieron otras más, ya en edad adulta, y siempre fue la misma cara la que me
recogió. Sin una pregunta, sin un reproche, solo me abrió la puerta y me señaló
donde estaba mi habitación, como siempre.
Decía que siempre he estado rodeado de mujeres, y quizá esa sea la base de mi gran fortuna. Algunas de ellas pasaron de amigas a un estado
más íntimo, pero no ha sido algo habitual. Mujeres inteligentes, de
esas que te miran y, antes de que digas amén, su cerebro ha hecho todos
los cálculos de posibilidades, o de las que te dejan hablar
para ver si eres digno de confianza u otro patán más. Una
constante que se ha repetido el tiempo que mi memoria abarca.
Amigas que vinieron a buscar consuelo tras un aborto, apenas
con dieciocho años, y que se quedaron en mi casa bajo el paraguas de la
comprensión y la coartada perfecta. O mujeres, como mi gran maestra, que decidió
llevarse a sus hijos con muy pronta edad a cambio de renunciar a los bienes y
estabilidad que le profería un marido al que no amaba, y con los que vivió saltando
de casa en casa, comprando y vendiendo la vivienda en que se alojaban para así,
con las plusvalías, vivir. Diferentes opciones, algunas de ellas con las que no
comulgo, pero que requieren de un gran valor para realizarlas y
asumir las consecuencias.
Y a qué viene toda esta disertación, quizá te preguntes si
has llegado hasta aquí, y la respuesta es muy sencilla: quiero explicar la
historia de una de estas mujeres valientes.
La sociedad siempre ha sido una carga, para todos, hombres,
mujeres y niños, sin excepción. Pero tengo la sensación de que para
las mujeres es una carga mayor por lo que se les supone que han de ser sus comportamientos, pues desde niñas la presión que reciben en general es superior a la de los
hombres. Hoy parece que todo es happy, buen rollo, libertad,
etcétera, etcétera, aunque lo dudo, la verdad, pero hace veinticinco años puedo
asegurar que no era tanto así. Y menos en algunas familias. Mi amiga es de una
de esas familias.
Tendríamos cerca de veinte y pocos años (yo alguno más) y lo normal entonces era que
una chica hubiera tenido el mismo novio desde los “diecilargos”, noviazgo consentido
con algún pequeño viaje de por medio, fines de semana combinados entre los
lugares de veraneo de los padres y alguna escapada, compra y amueblamiento del “nidito
de amor”, boda por todo lo grande, y vida desgraciada hasta el final de los días.
Como todos, vamos…
Mi amiga estaba en esa situación. Antes de casarse recuerdo
breves conversaciones en las que insinuaba su temor, momentos de lucidez que
fueron dando paso a acercamientos más íntimos en los que su privilegiado
cerebro ya le advertía de lo que iba a venir después del fasto banquete. Sin embargo
hizo lo que "debía", se casó, el novio un buen tipo, y nos invitó a mi
compañera de entonces y a mí a la ceremonia. Fue una boda divertida, ella de
blanco, of course, y el novio de chaqué. La familia, presa de la euforia, feliz por
tener a una de las hijas colocadas, ¡la primera!, con trabajo, un buen
novio y el pisito amueblado hasta en las esquinas del techo. Recuerdo que
unos cuantos decidieron hacer la broma típica, esa tan graciosa que consiste en
destrozar la casa de los novios, y metieron globos en la cama, cambiaron las
cosas de sitio, gracias al alcohol del banquete la cosa se fue animando hasta que a
alguien se le ocurrió que sería divertido mojar el colchón, o descolgar una
puerta, o por qué no, meter todo lo que cupiera en el congelador de la nevera,
donde acabaron un teléfono inalámbrico, el reproductor de vídeo, y yo qué sé
cuántas cosas más, para solaz y alborozo de los novios cuando llegaron. Bromas
típicas de mentes avispadas.
Lo bueno vino después, en la convivencia post fastos. Un desastre,
como muy bien sabía mi amiga. Aguantó unos meses hasta que se presentó en casa
de sus padres armada con una maletilla en la que había metido cuatro cosas para sobrevivir a los siguientes días. Hasta aquí lo normal en la vida de cualquiera…, y quizá, hasta
cierto punto, también lo sea lo que vino después. Sus padres, muy ofendidos por
la actitud de su hija, la conminaron a regresar a casa, “con su marido”, que
para eso se había casado, y si no ahí estaban ellos como ejemplo vivo de lo que
había de ser un matrimonio, aguantar y tragar hasta la muerte. S, que así se
llama mi amiga, regresó a casa, pero nunca llegó.
Se fue a vivir a otra población y se alojó en una pensión, la que podía
pagar con su sueldo, pues la manutención e intendencia diaria recaían en el don, y la hipoteca en ella. Cosas
de la composición familiar. Vivió en esa pensión el tiempo
suficiente para comprender qué vida quería vivir. Al cabo de poco se mudó a un
apartamento barato cerca de su trabajo, y a los meses conoció a un chico en las
antípodas de su marido. Comenzaron a tontear y vieron que ambos tenían una idea de
la vida parecida. Se marcharon a un pueblo recóndito del interior de Catalunya, se
hicieron una casa de madera (la primera que vi nunca) y se mudaron. Ayer la vi
en FB después de haberle perdido la pista tiempo ha, en una foto en la que está
radiante, con dos pequeños abrigados hasta los dientes, hermosa y joven, mucho
más joven y bonita con sus cuarenta que el día que la vi vestida de blanco, con
veintipocos, y una sombra larga que aguantaba la cola de su vestido.
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